sábado, 29 de noviembre de 2008

EXCURSIÓN A URUEÑA



Organizada por Escuelas Campesinas hicimos una visita a este bello pueblo, situado en un cerro pronunciado desde donde se divisa gran parte de la llanura de Tierra de Campos.
La orden de los Templarios, fundadora de este pueblo fortaleza, no pudo encontrar sitio más estratégico que este.
En los albores de la Reconquista esta zona estuvo castigada por las terribles incursiones de Almanzor y demás jefes árabes. Como represalia por los avances cristianos, destruyeron varias poblaciones importantes de esta zona, apoyándose siempre para su abastecimiento en la rapiña de todos los medios que necesitaban para sus campañas.
Con el régimen tan severo que esta orden practicaba, no cabe duda que los moradores de este pueblo sufrieron, como defensores, un desgaste brutal, como lo demuestran los muchos enterramientos masivos que se han encontrado recientemente.
Un buen restaurador y experto conocedor de la historia del pueblo nos decía que estaba edificado sobre los huesos de sus antiguos moradores.
Esta afirmación nos puede parecer exagerada, pero en aquellos tiempos en que los Templarios, con el apoyo de la Inquisición, mandaban más que los propios reyes, cualquier cosa podía estar dentro de lo posible.


Urueña se encuentra al borde mismo del páramo juntando en ella los dos contrastes que siempre han tenido campos y páramo.
Contiene el recinto amurallado que mejor se conserva en toda esta zona y uno de los cascos urbanos más genuinos.
Urueña modernamente se la llama Villa del libro de España con una exposición temática permanente. Estratégicamente colocadas por todo el pueblo existen once librerías, donde se encuentran toda clase de libros, de viejo, raros, descatalogados o de temática general.
Como apostilla del gran conocimiento del tema que tienen estos libreros, os diré que me sorprendió bastante, cuando al entrar en una de ellas El Alaraván, su dueño me identificó como autor del libro En la tierra de Campos (Memorias de un labrador) que desde aquí vende para todos los públicos.
Se lamentó que no le hubiera podido firmar los dos ejemplares que le quedaban, porque aquella misma mañana los había mandado a un cliente de Madrid.


En la casona de la Mayorazga se ubica el Centro Etnográfico Joaquín Díaz, con interesantes colecciones de instrumentos musicales tradicionales. Los tienen muy bien distribuidos por clases de instrumentos como las matracas y carracas tan castizas en nuestras Semana Santas. Toda clase de castañuelas y cachas tocadoras como las que usábamos en la niñez. Para que sonaran bien había que hacerlas de madera de haya que solo encontrábamos en las púas de los garios. Al ir a usarles en el verano se descubría la falta y algún coscorrón nos dieron nuestros padres por este motivo.
Saqué varias fotos una del instrumento de cuerda más variado que he visto.También había un gramófono de trompeta muy bien conservado, incluso copias de los cilindros grabados que invento Edison, precursores de aquellos y modernas gramolas.
Me llamó la atención una pianola de aire comprimido, donde se ve el cartón gravado con agujeros por donde sale el aire que produce las notas y que es producido por dos fuelles movidos por los pies.
También saqué otra foto del cilindro cableteado de un manubrio que según un pequeño desplazamiento lateral puede contener hasta doce canciones diferentes.
Todavía recuerdo lo pesados que eran estos aparatos para sacarlos al baile a brazo en la era de mi pueblo.


Anejo a este centro se sitúa el museo de las campanas único en su género, por tener muchas campanas traspasadas por bala durante la guerra civil y detalles muy logrados de las técnicas de su fundido y composición adecuada de sus componentes para lograr el sonido deseado.
Esta colección ha sido cedida por el celebre fundidor de Saldaña Manuel Quintana, que tiene esta actividad documentada desde el año 1637.
También nos gustó una exposición de trajes regionales de hombre y mujer de las nueve provincias que integran Castilla y León, tanto de faena como de fiesta. Exponen de modo permanente cien de ellos, que se van turnando entre los cerca de mil que tiene la Fundación.
La biblioteca pone a disposición de los estudiosos más de 17000 títulos, entre los que destacan los de trasmisión oral como cancioneros, romanceros, cuentos, leyendas, refranes, dichos, adivinanzas, trabalenguas y literatura popular que contienen un variadísimo repertorio sobre muchos oficios.
La Fonoteca y Videoteca recogen más de 14000 soportes sonoros y 500 vídeos etnográficos y comerciales.
En este pequeño pueblo ha reunido La Junta multitud de temas culturales muy variados y ordenadamente expuestos.
Por la tarde visitamos Medina de Rioseco que tuvo un pasado importante, pues en ella tenía su feudo la rica familia de los Almirantes de Castilla. Para preciarse de tales salían al mar por Santander donde tenían sus palacios junto al Cantábrico.
El casco antiguo histórico, con museos e iglesias muy notables, atestiguan su importante pasado. Actualmente quieren vivir de él cobrando por visitar sus iglesias, cosa que cada vez desagrada al turista y esta cayendo en desuso.
Para explotar los recursos del Canal de Castilla ofertan en su próxima rivera senderismo, paseos en barco, piragüismo y pesca.
Por la premura del tiempo no pudimos visitar la antigua fabrica de harinas San Antonio, una de las muchas que había en todo el canal para aprovechar la fuerza hidráulica que proporcionaban sus desniveles.
Me hubiera gustado recordar el completo utillaje que tenían estas antiguas reliquias, para transformar el buen trigo candeal producido en esta zona, en preciada harina que se exportaba a Hispanoamérica.
Con un tiempo lluvioso que nos acompañó, finalizamos esta interesante excursión.

ACARREO Y TRILLA

"IR Y VENIR, LO LLAMAN ACARREAR", sabio consejo tenía este dicho popular que entendía que traía más mies en dos viajes que en uno y a veces con menos trabajo.
Como el nombre acarreo indica, el elemento principal de esta faena era el carro. Antiquísimo debe ser su origen pues en los grabados sirios y egipcios ya aparecía como arma de guerra. Su uso y formas han ido evolucionando con el paso del tiempo para adaptarlo a las nuevas necesidades.
El que yo conocí ya era como el de la fotografía que acompaño, aunque todavía llegué a ver una rueda completamente de madera y eje del mismo material que se guardaba como reliquia. La pieza mayor de esta rueda se la usó para hacer bancos de matanza que aún se siguen empleando.



Los artesanos que los construían se llamaban “carreteros”, que tenían que dominar la técnica de trabajar la madera junto a la del hierro, únicos elementos que entraban en su fabricación.
También tenían que saber las maderas apropiadas en cada caso. La rueda, elemento principal, llevaba tres clases, la maza de negrillo por su fácil taladro de los muchos que llevaba, los radios de encina por su dureza y resistencia y los cambones de haya por su poca veta necesaria para darles su forma curva. La viga era de negrillo bien seco pues tenía que resistir bien las tensiones de tiro y palanca que muchas veces tenía que aguantar, los aimones y cabezales de haya o negrillo y los tableros de las barandillas de pino o chopo por su menor peso.
Ya veis el conjunto de detalles que a simple vista no se aprecian, pero que juntos contribuían a que el carro fuera sólido y duradero.
Su empleo abarcaba todo el año en múltiples traslados de grano, paja, uva, abonos etc. También se llevaban a vender en él a los mercados los productos obtenidos en la explotación. Como no había entonces otros medios de transporte cercano, servía para traslados cortos de personas como ir de compras, coger el tren e incluso en las bodas trasladaba a los novios y acompañantes con comodidad sentados sobre unos sacos de
paja cubiertos con una manta.
Recuerdo cuando nuestro obispo de León, diócesis a la que entonces pertenecíamos hizo su visita pastoral a San Nicolás en pleno invierno. Para llevarle hasta Riosequillo trajeron un carro engalanado con colchas al que le costó mucho trabajo subir, con todo el acicalado vestuario de sotana y capas que en aquel tiempo usaban.
Muy popular era la leyenda de que en una ocasión de estas el carro obispal “atolló”en un pésimo camino. El carrero, coartado por la presencia del obispo no lograba animar a la pareja con suaves palabras para salir del trance. Como no había manera de seguir, excusándose ante él, profirió un juramento tan fuerte que las mulas atemorizadas salieron del “tollo”.
Cuando más se le usaba era para traer la abundante mies a la era para trillarla. El mucho volumen y poco peso de esta aconsejó poner unos complementos al carro para aumentar su capacidad.
Había dos modalidades de acarreo: a picos y a mallas. La primera consistía en poner tres maderos puntiagudos en cada barandilla en los que se sujetaba la mies que tenía que ser siempre bastante larga. A esta necesidad no fácil de cumplir en esta zona se unía el inconveniente de ser casi imposible de usar en noches de mucho viento.



Venciendo estas dificultades se impuso el sistema de mallas más apto para toda clase de mies y casi indemne contra el viento.
Poner la armadura consistía en fijar cuatro sostenes de madera en cada cornejal del desojado. A estos iban sujetos unos palos redondos y largos en forma de cuadro, de los que colgaban las mallas que en el caso de los dos laterales terminaban en “latillas” formando lo que se llamaba bolsas. Como estas, si los caminos lo permitían llegaban casi al suelo, su peso aumentaba la estabilidad del conjunto, de por sí escasa, pues todo un gran volumen de mies tenía como base la escasa distancia entre las dos ruedas.
Para cargar intervenían dos personas: el “carrero”, que también se encargaba de conducir las mulas portadoras hasta la era, con una horca de hierro con mango largo iba dando los brazados de mies al “ponedor” que, apretándoles entre sus brazos, los iba colocando convenientemente en las mallas.
Esta rutinaria faena de cargar y descargar se hacía seis veces al día, dos por la tarde y cuatro durante la noche y mañana. Lo normal era echar tres viajes por la noche, pero en casa de mi padre por no comprar un carro más, que hubiera facilitado la abundante faena de trilla que había, teníamos que aprovechar al máximo el que disponíamos para meter dos viajes más cada trilla.
Siempre había algún “entornazo” o se podía atollar en alguna reguera que trajera agua y el mero hecho de que se te cayera alguna “latilla”o pico de mies, era motivo de comentarios con lo que la gente avivaba un poco el monótono devenir del acarreo. Cuando por cualquier de estas causas quedaba mies tirada por los caminos se decía “hacer la gocha” y si pasaba alguien por el camino o apartado de él, mientras recogías la mies, con animo de pitorreo, emitían un sonido lo más parecido al gruñido del cerdo.
También existía la sana emulación por terminar el primero y cuando, al salir el sol, se iba tomando el desayuno en el carro, consistente casi siempre en dos pastillas de chocolate, pan y vino, se voceaba las “pastillas” que quedaban de consumir hasta acabar la faena, sin que decir tiene que el que voceaba la última pastilla era el más envidiado aunque los demás también contestaban con: “me quedan dos, tres o cuatro pastillas” equivalentes a los días que faltaban.
En cuanto a cargar más y mejor los carros también había controversias y comentarios en los corros que tomaban el fresco en la calle.


Cierto día cargamos un carro tan grande que nos atascamos en la calle de entrada en la era motivando la discusión que si éramos nosotros los que más cargábamos o los de un vecino llamado Pablo. Estos, como reto, dijeron que veríamos mañana quien cargaba más. Un poco mosqueados a la mañana siguiente empezamos a cargar en una tierra que tenía buena mies con la que sacamos bien los picos de las mallas pero se acabó la buena mies y no teníamos con que redondear la faena con una buena “vuelta”por encima los palos. Tuvimos que hacerlo en otra finca que tenía la mies más corta y por tanto más pesada con lo que la carga quedo descompensada al llevar más peso en lo alto que en lo bajo.
A pesar de tomar muchas precauciones para llegar a la era, nuestro gozo cayó en un pozo, pues en un pequeño bache el carro perdió el equilibrio y dimos un entornazo monumental, aunque sin ningún peligro, y tuvimos que estar hasta las doce trayendo a la era de tres viajes la mies que pretendimos traer en uno.
Siempre admiré el sentido de orientación que tenían que derrochar los que se “ajustaban” de carreros en el corazón de Campos, pues el amo les subía a un alto y desde allí les enseñaba las tierras que tenían que acarrear las noches siguientes, dándose muy pocas equivocaciones a pesar de no conocer el campo y tener muy pocos puntos de referencia.
En estos pueblos tenían la buena costumbre de no acarrear por la tarde como se hacía aquí para poder dormir un par de horas después de cenar, pero tenías que aguantar el calor del sol y lo que suelta la mies, costando más traer los dos viajes de la tarde que los cuatro de la mañana.
Para aprovechar todo el frescor de la noche, en aquella zona después de “aparvar” tenían un tiempo de descanso, antes de cenar. Hacían esto a la puesta del sol y con el fresco ambiente que trae un viento muy regular del saliente que aquí llamamos cierzo o “amargacenas”, marchaban a cargar los cuatro viajes reglamentarios durante toda la noche y hasta las nueve de la mañana.



Con la costumbre de aquí tenías desde la hora de cena a las doce, un par de horas para descabezar un sueño entrecortado, pues si en la era te ponías a un buen remanso de un “bálago” corrías el peligro de que a las doce estuvieras dormido como un tronco, y en prevención de esto muchas veces tenías que tumbarte al fresco cierzo en medio del solar tapado con una simple manta.
Tanto mi padre como yo nunca usamos reloj en las faenas del campo guiándonos de día por el sol y de noche por las estrellas. Cuando cogíamos algún veranero, esclavo del reloj, me ponía a prueba preguntándome la hora varias veces durante la noche, y llegué entonces a saber la hora con un error máximo de quince minutos.
Para mí el sereno y estrellado cielo de Castilla era el mejor reloj, pues a todas las horas están saliendo refulgentes estrellas por el Oriente. Nada más oscurecer, sobre las diez, salen “Las siete cabritas” acaso la constelación de siete estrellitas más apiñada de todas. “Las tres marías”, que son tres estrellas bastante brillantes que salen no muy juntas y en posición vertical por el Oriente, salen sobre las doce de la noche. A las tres salen las que yo llamaba. “La uve doble” figura que hacen cinco estrellas de buen brillo.
Poco antes del amanecer sobre las cinco y media sale el “Lucero del alba” gran estrella de color rojizo que según he sabido después es el planeta Marte que tiene ese tono por estar próximo a nosotros.
Estas salidas de estrellas en mi reloj espacial eran como la aguja pequeña del reloj que marcan las horas. Pero donde yo aquilataba los minutos, era en la posición que tomaba la “viga del carro triunfante”con respecto al horizonte norte.


Considero que saber buscar la Estrella Polar con precisión puede ser muy útil en caso de emergencia, y procuraré explicaros como lo hice con mis hijos y nietos, aunque por falta de práctica no sé si con buenos resultados.
La “Osa Mayor”, como se llama astronómicamente, aquí se la llamaba el carro triunfante, esta formado por siete estrellas muy iguales y brillantes, situadas al norte de nuestro hemisferio, en el que cuatro de ellas en casi cuadro forman lo que podríamos llamar el deshojado del imaginario carro, otras tres parten de un ángulo del cuadro y forman la viga algo curva de dicho carro.
Si tiramos una línea normal que coincida con las dos estrellas de atrás, vamos a parar a la estrella Polar que en la fotocopia tomada de la enciclopedia tercer grado de Alvarez, supongo será con fines pedagógicos, representa la estrella Polar con más tamaño que las de la Osa Mayor siendo en la realidad una estrella pequeña y corriente con mucho menos brillo que las otras, pero tiene el privilegio no pequeño de ser la única que no se mueve de todo el hemisferio Norte, circunstancia que ha sido aprovechada por el hombre para la navegación nocturna desde los más remotos tiempos.
En el hemisferio Sur deben tener otra estrella que llaman “Cruz del Sur” con las mismas características y utilidad que esta.
Dada la pequeña luz que la estrella Polar emite junto con todas las estrellas menores que componen la Osa Menor, en noches de buena luna o en las que haya una pequeña bruma apenas son visibles. Entonces tenemos que valernos del gran destello que emiten las siete estrellas de la Osa Mayor y que también marcan el Norte aproximado.


Con todas estas descripciones, puede pareceros que he empollado todo un tratado de Astronomía y nada más lejos de la realidad. Esto no es más que una afición heredada de mi buen padre, y practicada en muchas noches de acarreo, procurando medir las horas para que la trilla estuviera hecha a su debido tiempo.
Como demostración de que en mi tiempo había muchos que también se guiaban por los astros para saber la hora, os contaré esta anécdota.
Había en mi pueblo un viejo pastor, encorvado por los muchos años de oficio, de rostro curtido por los secos aires de la meseta, con tanta necesidad como afición a su oficio que murió con la cacha en la mano y que me tenía intrigado con su alzada de manos.
Estando arando cerca de su rebaño, notaba que principalmente por las tardes, miraba hacia el Poniente, estiraba sus brazos y colocaba juntas sus manos frente al Sol. Le pregunté un día y me dijo que medía en dedos la distancia del horizonte al Sol y estos le daban la hora bastante aproximada. Desde entonces también apliqué esta teoría a las estrellas.
Para daros una idea de lo poco que me ha gustado el reloj os diré que estando en la mili en Burgos, compré el primer reloj de pulsera que he gastado y que todavía marcha perfectamente. Esto no se debe a que fuera un reloj excepcional, sino que sólo lo he usado cuando salía de viaje y entraba en el mundo de las prisas y ajetreo donde el reloj se convierte en el gran tirano de la gente. Afortunadamente en el mundo del campo desaparece esta tiranía a poco que te lo propongas y sepas aprovechar el gran placer de vivir tranquilamente a tu libre albedrío.

viernes, 7 de noviembre de 2008

LA BODEGA COOPERATIVA DE SAHAGÚN


En los primeros años del siglo XX hubo en Sahagún y todos los pueblos circundantes un gran auge en el cultivo del viñedo debido a la fundación de un gran sindicato que popularmente se llamó la bodega.
Su fundador y alma mater fue Don Gerardo del Corral perteneciente a una de las familias más acomodadas de Sahagún, cuyo rancio abolengo se remonta a los tiempos de la desamortización de Mendizábal y la familia de Corral compro la extraordinaria huerta que los frailes tenían dentro de la misma abadía benedictina, de su bien trazada presa que se nutría de las aguas del Cea y que regaba la mejor tierra de su vega y de una fabrica de harinas y dos molinos maquileros que funcionaban con el agua de la misma.
Actualmente esta familia conserva la amplísima panera donde se almacenaba el trigo de los “diezmos” pagados por toda esta comarca y una noble casona junto al arco de entrada de la abadía.

Los cronistas de la villa de Sahagún que he leído y actualmente he escuchado en televisión, no hacen ninguna referencia injustamente ni tan siquiera histórica a este miembro de la familia Corral, que con la fundación del sindicato, consiguió moderar de alguna manera la fama de capitalistas y usurpadores que tenían.
Con gran visión de futuro y gran espíritu filántropo y desprendido, este gran hombre procuró siempre favorecer a las clases humildes, proporcionándoles los medios, para que con su trabajo, llegaran a ser propietarios de un buen lote de majuelos. Por el mero hecho de hacerte socio, el sindicato te proporcionaba los injertos para plantar, te “esfondeaba” la finca que también te ayudaba a comprar o cambiar y después de cuatro o cinco años empezabas a pagar, con un pequeño descuento anual, en uva entregada en la bodega y producida por las mismas viñas plantadas.
Con estas inmejorables condiciones los socios se multiplicaron y se montó una bodega-almacén con los más modernos métodos de vinificación. En dos amplias naves se montaron modernos tinos de almacenaje. Frente a ellas un amplio descargadero cuya tramoya terminaba en un sinfín que trasportaba la uva a una máquina centrífuga que eliminaba el rampojo y aplastaba a esta sin moler la pepita y el hollejo. Esta especie de papilla resultante de uva y mosto mezclados se depositaba en unos noques escurridores, donde por su propio peso el mosto se separaba sin ser forzado por ningún prensado posterior.
La parte técnica de vinificación la llevaba un titulado enólogo, popularmente llamado el bodeguero, que con la ayuda de empleados, verificaba el grado de la uva en su entrada y posterior manipulación del vino.
En San Nicolás y Moratinos también hubo socios que plantaron viñas con estas ayudas y recuerdo comentar a mi madre, que en plan de diversión juvenil acudían los domingos a montar en la gran camba del arado “malacate” con el que removían las futuras viñas.
Una máquina de vapor económicamente alimentada con las antiguas cepas o por leña, movía un potente cable que con el apoyo de una polea clavada fuertemente en la tierra arrastraba al malacate en un movimiento de ida y vuelta.
La profundidad que este gran arado daba a la tierra era aproximadamente de un metro, lo suficiente para que la raíz de la planta se extendiera uniformemente por todo el terreno. Esta gran labor de subsolado aventajaba a la que a mí me tocó de abrir hoyas en la que no se mueve más que parte de la finca. Para plantar, una vez alineada la tierra, con una estaca se hacía un agujero en la tierra y por él se metía el injerto.
Para proveer de estos a las muchas plantaciones que se realizaban, el sindicato tenía una gran finca en la vega donde se cultivaban y regaban los barbados.
Recuerdo una anécdota que me contó un competente viejo de mi pueblo, ya fallecido que le tocó trabajar en esta finca. Cuando Don Gerardo inspeccionaba las labores de injerto y plantación observó que la cuadrilla de mujeres que iba adelante colocando los injertos, al ir agachadas sus faldas dejaban al descubierto partes elevadas de sus piernas que excitaban las miradas de las cuadrillas de hombres que iban detrás dándoles tierra. Para evitarlo mandó a las mujeres que los mandiles de labor, que entonces llevaban todas las amas de casa, se los pusieran a la espalda para que, bien caídos, taparan lo que las faldas no conseguían.
Pensando este detalle considero que este señor, que en la dirección del sindicato dio sobradas pruebas de rectitud y desprendimiento, además de práctico tenía, como buen caballero, gran estima por conservar la ética y buenas costumbres.
Hablando de buenas costumbres, quizá los jóvenes de hoy opinen que todo esto de los mandiles se hubiera solucionado poniéndose las mujeres unos simples pantalones. Recordaré que entonces ponerse pantalones una mujer era una herejía contra la feminidad e incluso cuando se tenía que montar en alguna caballería, había que hacerlo con las piernas para el mismo lado “a mujer” que se llamaba, como podéis ver en algún cuadro antiguo lo hacían las reinas, que usaban sillas especiales buscando mayor comodidad.
Incluso con faldas amplias o de pantalón la que montaba “a hombre” era muy criticada y se le decía que “partía el bacalao” o que iba “a cajitones”.
Recuerdo sobre esto, que cuando las hijas de Don Ignacio, un coronel retirado que tenía una finca cerca de Sahagún, venían a pasear a caballo en perfecto traje de amazonas que por cierto las asentaba muy bien por su talle esbelto, todas las comadres de Sahagún al verlas pasar exclamaban: “Ya están ahí las frescas de Don Ignacio”, y otras lindezas por el estilo, sólo por montar a hombre, y no podrían imaginar que una de ellas llegaría a ser la mujer de Fraga Iribarne.
Retomando el tema diré, que a la muerte del señor del Corral, tomo la dirección uno de tantos listillos que por desgracia abundan también en las cooperativas actuales, que haciendo una escandalosa ostentación de su riqueza esquilmó el sindicato y todos sus compinches fomentaron tal corrupción que todos los socios y amigos de ellos se hincharon a echar agua en la uva del serón, seguros de que cuando descargaran no iba a ser graduado.
En pocos años toda la gran obra se fue al traste y para pagar las deudas tuvieron que vender todas las instalaciones a un bodeguero particular, que en lo que vivió obtuvo buenos resultados. A su muerte su hijo se arruinó y lo vendió a unos constructores que dedicaron su amplio solar a casas, y las dos naves principales a garaje de maquinaria.
Escribiendo esto me acerqué un día a precisar el año de la fundación de la bodega, y llevé una gran desilusión al no poder contemplar un hermoso mosaico, que en la fachada principal proclamaba orgulloso el nombre de su fundador y fecha de constitución.
No sé si es ignorancia o incuria lo que nos invade a todos por conservar las cosas antiguas y no nos damos cuenta como en este caso, que el conservar dicho mosaico hubiera sido para los despreocupados constructores, la mejor propaganda de su barrio de casas.


domingo, 2 de noviembre de 2008

LOS PASTORES DE MI PUEBLO


En los años que yo recuerdo, casi siempre hubo en mi pueblo cuatro pastores, que apacentaban sus rebaños en este campo. Era una labor difícil por la complejidad de las parcelas y la variedad de sus cultivos.
Siempre se tuvo de esta profesión como paradigma de sujeción al trabajo y en realidad lo era, pues en él no existían días de vacaciones ni descanso dominical, siempre pendientes de atender las necesidades perentorias del rebaño o sacarlo todos los días al campo.
Como contrapunto de esta dependencia, quiero contaros algunas facetas de su vida que la hacían un poco más llevadera.
Para que pasaran unos días ocupados en algo diferente a su oficio, la junta vecinal les daba dos cántaros de vino y medio pipote de escabeche, para que limpiaran las fuentes y charcas del campo. Labor muy necesaria, en primer lugar para que ellos dispusieran todo el año de agua buena y limpia por todos los sitios y también para que las labranzas pudieran abrevar en las diferentes charcas que se abastecían del agua sobrante.
Con esta labor, de la que se ocupaban los más jóvenes, se pasaban unos días de convivencia y meriendas muy animados.
Otra ocasión en que los pastores tenían un protagonismo especial, era la noche anterior a la festividad de Todos Los Santos. Ellos eran los encargados de escoger las ovejas machorras que dieran más rendimiento, de entre todos los rebaños del pueblo. Para esta tradición, ningún ganadero negaba su colaboración.
Después de correr la machorra, con su buena cencerra al pescuezo para notar su presencia, ellos se encargaban de sacrificarla y preparar los callos, patas y asadura, que guisadas convenientemente, servían como cena-aperitivo, que celebraban en compañía de todos los mozos del pueblo, organizándose una pequeña juerga, preludio de la del día siguiente, que ya conté en mis memorias.

Los pastores son los protagonistas de esta pequeña travesura, que requiere una explicación inicial.
En aquellos años, tener bastantes gatos en casa era el mejor remedio contra los ratones y ratas que abundaban en las paneras, despensas y demás dependencias donde tenían el sustento asegurado.
Los gatos machos son más independientes que las hembras, acompañando a estas sólo en su periodo de celo. Muchos de ellos se marchaban al campo donde llevaban una vida casi salvaje, pero muy placentera.
El campo entonces estaba repleto de vida, desde el más humilde ratón, que se alimentaba pobremente todo el año con pajas y restos de cereales, hasta el pájaro más señorial, como el jilguero, pardillo y otros muchos, que se alimentaban mayormente, de las semillas de cardos y tobas y dormían en zarzas o arbustos bajos, muy asequibles.
También había multitud de pájaros que pasaban su vida anidando y comiendo productos que encontraban en el suelo, como las alondras, pajarotonas llamadas del cocotús, por su elegante penacho puntiagudo de plumas que lucían sobre su cabeza, corresenderos, así llamados por su manía de recorrer estos, con una velocidad endiablada.
Con todas estas viandas a su disposición, los gatos asilvestrados se daban la gran vida, tumbados al sol todo el día. Por la noche, a poco que se molestaran, tenían asegurado su alimento.
Dejémosles en su siesta y pasemos a explicar la manera de alimentarse la oveja en sus abiertos careos por el campo.
Para mí era un gran espectáculo verlas muy rápidas recorrer los ásperos barbechos de esta zona, triscando aquí un cardo tierno, más adelante una amapola, allá una achicoria, en los terrenos húmedos el pinillo verde y jugoso y las mil y una plantas que la naturaleza brindaba con extraordinaria diversidad.
Como amante y observador de ella conocía varias plantas venenosas y notaba, con asombro, que a estas ni las tocaban. Creo que su fino olfato las delataba a distancia.
El aparato digestivo de la oveja y demás animales rumiantes es tan completo que les permite estar todo el día pastando ávidamente, para llenar su panza.
Por la noche, placidamente echadas, regurgitan los alimentos para masticarlos convenientemente, lo que se llama rumiar. Pasándoles después por la redecilla y los libros hasta el cuajar, que con el intestino son los encargados de su definitiva absorción.
Con estos cuatro estómagos este singular animal nos proporciona alimentos sabrosos y nutritivos, pues con su leche se crían los renombrados lechazos churros y se fabrican los famosos quesos de Villalón y Burgos.
Todo el tiempo que dura la luz solar, la oveja busca incansable su alimento pero, particularmente en invierno, cuando se hace pronto de noche, se siente insegura y se arremolina en grupo al más pequeño ruido o sonido extraño.
Este fenómeno, dicen los expertos, se debe a que en sus genes tiene marcado este mecanismo de defensa contra el lobo. Es tal el pavor que este animal ejerce sobre ellas, que cuando asalta los corrales, casi todas las bajas se producen por asfixia, al amontonarse unas sobre otras, presas de un pánico que las conduce a la muerte.
Por esta causa, para que siguiesen pastando las largas noches de invierno, casi todos los pueblos tenían unas praderas próximas a ellos, donde estaban más juntas y se sentían protegidas, tanto por el sonido de sus cencerras como por la proximidad del pueblo y de sus pastores.
La era de mi pueblo era bastante amplia y en ella pastaban los cuatro rebaños. Tenía una hierba tan fina y apetecible que aunque estuviese muy baja la pacían insaciables, sacando bocado de donde apenas levantaba menos de dos centímetros.
Esta ventaja la tienen los rumiantes y en especial los de tamaño medio como la oveja, por carecer de dientes en su encía superior, sustituidos por una almohadilla fibrosa muy resistente. Al ser flexible sujeta mejor la hierba y con golpe seco hacía arriba la corta el buen filo de los dientes de abajo.
La pereza con la que dejamos a los gatos asilvestrados se ve interrumpida, cuando en Diciembre o Enero escuchan los fuertes maullidos que emiten en su galanteo gatuno, sobre los tejados, sus congéneres.
Animados a participar en el flirteo, se acercaban temerosos y trataban de camuflarse entre las ovejas. Pero los perros, que nunca han sido amigos de los gatos, les venteaban y pobre del que se viera cercado por todos los que estaban en la era. Azuzados por sus dueños aumentaban su agresividad y acababan con los devaneos de nuestros protagonistas.
Como la piel del gato es muy fina y resistente, se aprovechaba para hacer con ella las típicas botas de vino, que llevaban de adorno los cuatro muñones del animal. Por esta causa había que desollarlo, con mucho cuidado, a pellejo cerrado, terminando esta operación por el pescuezo, donde se colocaba el cierre de la bota.
Limpio y preparado el gato, se lo daban para cocinar a mi hermana mayor, que tenía fama de buena cocinera. Esta exponía el cuerpo a la helada dos o tres días y después de varias maceraciones, lo guisaba como cualquier otra carne.
Convocados por mi padre, se reunían todos en casa después de encerrar sus rebaños.
¡Cómo disfrutaba mi padre oficiando de anfitrión! Atendía a que no faltara nada y cuando un jarro de vino se acababa se traía otro enseguida, recién sacado de la bodega que teníamos en casa.
Ante el buen apetito con que todos comían les acompañé y su gusto no se diferenciaba nada del conejo casero.
Estas manías de no comer ciertas cosas son más bien sicológicas, pues el gato de campo comía mejores alimentos que los conejos y pollos de corral.
En una charla, un afamado gourmet recomendaba la cola del lagarto, como una de las carnes más exquisitas.
Me corroboraba esto mismo un viejo pastor que guardó ovejas en el monte. Con la ayuda de los perros o sacándolos de sus madrigueras se hacían con algún lagarto, cuya cola les sabía buenísima solamente asada en una hoguera.
Oí contar a mi padre muchas veces que estando en el servicio militar en Larache, para que los moros no les bebiesen el agua que tenían en unos depósitos en la cocina, el mejor remedio era colgar, bien visible, un trozo de tocino que estuviera en contacto con el agua. Aunque se murieran de sed, sus creencias les impedía beber.
Como veis en todos estos relatos, los pastores, solamente con su instinto natural, sabían sacar partido de las pocas ocasiones que tenían para mitigar su dura profesión.
Debemos tenerles un recuerdo agradecido, pues con su esfuerzo lograban que se aprovecharan las hierbas que el campo generoso siempre ha ofrecido. Actualmente por desgracia se pierden en su totalidad, con la gran indiferencia de todos.

LA LLAMADA DEL PUEBLO


Al empezar a escribir este capítulo me asalta la duda de si sabré explicaros la vida y caracteres diametralmente diferentes de unas personas que pasaron gran parte de su existencia en buena convivencia.
Empezaré por un matrimonio que no tuvo hijos. El carácter de ella era un tanto retraído, cuando no tenía confianza de trato, pero muy pegajoso cuando “daba el palique” con alguna vecina. Muy meditabunda y solitaria con los de casa, con los que no pasaba del trato indispensable.
A pesar de estas manías, era una mujer muy hacendosa, amable con los niños, a los que siempre añadía un cariñoso diminutivo “in”. Entregada a las faenas del hogar, que debían ocuparla todo el día, nunca la vi participar en las faenas del campo.
Muy comentada fue la anécdota que escuchamos siendo niños, en la puerta de su casa. Acudía su marido después de trajinar en el campo, buscando el almuerzo reparador y no lo encontraba por ningún sitio. Ella, que había estado de charla con la vecina sin prepararlo, salió del paso diciendo: “ahí tienes un pepinín.”
Desde entonces, cuando veníamos con prisa buscando la comida y no estaba preparada, siempre salía a relucir el pepinín de marras. Supongo que el marido buscaría algo más sustancioso.
Era este un hombre de complexión fuerte, avezado en las duras faenas del campo y usaba mucho la tradicional faja protectora de su espalda. Sincero y cumplidor de su palabra, cuando de jóvenes le escuchábamos en la solana nos maravillaban sus sólidos argumentos y la facilidad natural de explicarlos, sin los ambages y circunloquios tan usados actualmente.
Hasta casi su muerte, siempre le vi ocupado en cuidar sus fincas con mucha pericia y dedicación.
En todo el pueblo no había viña más productiva y mejor cuidada que la suya, a pesar de hacerlo todo a mano. Pacientemente, durante el invierno, “la cavaba a monjón.”Este laboreo consistía en llenar toda la superficie de monjones muy puntiagudos para que la acción del agua, del sol y del viento los meteorizara en toda su amplia superficie
Logrado esta en un par de meses, la bina consistía en ir allanando los monjones para que el suelo conservara la humedad y protegiera las raíces de la cepa del fuerte calor veraniego.
En compañía de otro incansable trabajador del pueblo, marchaban largas temporadas a la dura faena de abrir regueras.
Gratos recuerdos conservo de un familiar, que marchando de joven a Oviedo, volvió en los años de la guerra civil y acabó sus días en casa de su hermana y cuñado al que cité anteriormente.
Decían que gran parte de su vida la había dedicado a camarero de alto porte, confirmándolo su comportamiento y modales muy distinguidos.
Era un lujo para el pueblo verle acudir a la misa correctamente vestido y con la naturalidad de haberlo hecho diariamente.
Lucía siempre camisa blanca con gemelos y sujeta corbata a juego. El nudo de esta era pequeño pero bien realizado y de colores vivos en consonancia con el traje.
En el tiempo frío usaba chaleco de perfecto corte como la americana y el pantalón. Calzaba unos zapatos modernos y siempre muy limpios. Sobre sus rizos rubios, mechados de alguna cana, llevaba con buen aire y naturalidad un pulcro sombrero de fieltro gris o marrón para alternar.
Si su manera de vestir delataba su pasado, no lo era menos sus modales y comportamiento. ¡Qué gozada era verle hablar en la solana! Un poco inclinado hacía delante y dando unos pasos cortos pero decididos, nos explicaba con verbo fácil y persuasivo cualquier tema que saliera al azar en la tertulia.
Como lector empedernido que siempre he sido, le preguntaba por algún concepto poco claro y siempre nos lo explicaba con todo lujo de detalles. Este hombre, que rebosaba saber por todos sus poros, lo hacía siempre con una sencillez pasmosa y sin discriminar a nadie.
Su silueta inconfundible se divisaba a lo largo y ancho de todo el campo, donde daba largos paseos gozando de la naturaleza de la que era un buen observador.








En cierta ocasión encontró un pequeño lebratillo al que crió a biberón con mucho mimo. Cuando se hizo mayor le sacaba a pasear con él, como si se tratara de un perrito.
Le puso de nombre Lupo y era una novedad verle pasear por las calles del pueblo con su mascota. Pero pasados unos meses, en los que aquel lebratillo se convirtió en una liebre adulta, en su cotidiano paseo se adentraron en una zona muy lebrera y, no sé si por el olfato o por sus genes naturales de libertad, Lupo se marchó y de nada valieron las llamadas angustiosas de su benefactor, que triste y resignado volvió solo de su cotidiano paseo.
Este suceso fue comentario forzoso en la solana y nos decía que ya había observado como lo más natural la tendencia de su liebre a buscar espacios abiertos. Como nunca pensó en sacrificarla, su escapada final le había dolido por la falta de compañía, pero no le causó sorpresa alguna.
Estas tres vivencias que os he relatado acabaron sus días en la paz y sosiego que sólo se disfruta en estos pueblos pequeños. Antes como ahora es sin duda el mejor lenitivo para curar el estrés de las grandes ciudades.