Cuando escucho emocionado en las conversaciones familiares como nuestros hijos, curtidos por la vida, se acuerdan con mucho respeto y agradecimiento de esta señora, me siento obligado a escribir este pequeño relato.
El nombre de Queta es el diminutivo, muy cariñoso y familiar, con el que nombrábamos a la señora Enriqueta. Mujer apacible y bondadosa, vecina nuestra que dedicó su vida entera al cuidado de su marido e hijos, sin que nunca hiciera gala de su labor callada, pero muy meritoria.
Como buena ama de casa era especialista en dulces caseros en los que sobresalían sus inmejorables pastas.
Este dulce, muy tradicional en estos pueblos, se hace a base de manteca de cerdo, harina, yemas de huevo, azúcar y un poco de esencia. Con estos ingredientes normales sólo se necesitaba el toque personal que les daba esta señora, para que mis hijos la recuerden con verdadero deleite.
Tradicional fue siempre entre vecinos y amistades el intercambio de muestras en las celebraciones y matanzas familiares del cerdo. De recaderos en estos menesteres siempre ejercían los más pequeños de la casa y en este caso la rivalidad entre los dos hermanos era manifiesta, porque sabían que esta buena señora siempre les recompensaba con sus sabrosas pastas.
Estos buenos recuerdos que perduran en mis hijos, me hacen revivir en mi niñez donde también ejercí el oficio de recadero. La buena de mi abuela siempre me hacía la recomendación de que no aceptara ningún detalle del que recibía la prueba que entregaba.
Aunque siempre me excusaba, ante la insistencia de ellos, al final tenías que aceptar alguna pequeña golosina y a falta de ella, aunque no fuera más que una perrina cuyo valor era de cinco céntimos de peseta. Unidas unas cuantas servían para disfrutar algún pequeño capricho infantil.
El nombre de Queta es el diminutivo, muy cariñoso y familiar, con el que nombrábamos a la señora Enriqueta. Mujer apacible y bondadosa, vecina nuestra que dedicó su vida entera al cuidado de su marido e hijos, sin que nunca hiciera gala de su labor callada, pero muy meritoria.
Como buena ama de casa era especialista en dulces caseros en los que sobresalían sus inmejorables pastas.
Este dulce, muy tradicional en estos pueblos, se hace a base de manteca de cerdo, harina, yemas de huevo, azúcar y un poco de esencia. Con estos ingredientes normales sólo se necesitaba el toque personal que les daba esta señora, para que mis hijos la recuerden con verdadero deleite.
Tradicional fue siempre entre vecinos y amistades el intercambio de muestras en las celebraciones y matanzas familiares del cerdo. De recaderos en estos menesteres siempre ejercían los más pequeños de la casa y en este caso la rivalidad entre los dos hermanos era manifiesta, porque sabían que esta buena señora siempre les recompensaba con sus sabrosas pastas.
Estos buenos recuerdos que perduran en mis hijos, me hacen revivir en mi niñez donde también ejercí el oficio de recadero. La buena de mi abuela siempre me hacía la recomendación de que no aceptara ningún detalle del que recibía la prueba que entregaba.
Aunque siempre me excusaba, ante la insistencia de ellos, al final tenías que aceptar alguna pequeña golosina y a falta de ella, aunque no fuera más que una perrina cuyo valor era de cinco céntimos de peseta. Unidas unas cuantas servían para disfrutar algún pequeño capricho infantil.
También recuerdo que cuando se viajaba había la buena costumbre de entrar por casa de parientes y amigos para saludarles y “echar un trago”. En casa de mi padre, especialmente los sábados que es mercado en Sahagún, no faltaban las visitas, que con este pretexto, usaban esta costumbre tan corriente entonces. También podían tener la necesidad de aplacar la sed producida por los desplazamientos a pie o a caballo, el medio más corriente de trasladarse entonces.
En la mayoría de estos pueblos no había cantina o establecimiento similar, por lo que esta costumbre se hacía casi necesaria. Tanto el que invitaba como el invitado se sentían satisfechos por echar una parlada entre amigos.
De entre todos estos, recuerdo al de un pueblo cercano, que casi todos los sábados pasaba por casa. Montaba un caballo rojo de medias carnes. Su crin larga se resistía a domar sumisa sobre el cuello y a trechos se empinaba rebelde, como protestando de las reglas estéticas.
Sobre una silla inglesa, con la preceptiva manta de viaje, montaba un hombre alto que pasaba de mediana edad, con el pelo rubio siempre alborotado y el color de su rostro era una mezcla entre oscuro y morado.
Pero lo que más le caracterizaba era su eterno pañuelo de seda blanco anudado a su cuello. Cuando marchaba trotando parecía un soldado de los que salían en la película de la caballería montada del Canadá.
En la mayoría de estos pueblos no había cantina o establecimiento similar, por lo que esta costumbre se hacía casi necesaria. Tanto el que invitaba como el invitado se sentían satisfechos por echar una parlada entre amigos.
De entre todos estos, recuerdo al de un pueblo cercano, que casi todos los sábados pasaba por casa. Montaba un caballo rojo de medias carnes. Su crin larga se resistía a domar sumisa sobre el cuello y a trechos se empinaba rebelde, como protestando de las reglas estéticas.
Sobre una silla inglesa, con la preceptiva manta de viaje, montaba un hombre alto que pasaba de mediana edad, con el pelo rubio siempre alborotado y el color de su rostro era una mezcla entre oscuro y morado.
Pero lo que más le caracterizaba era su eterno pañuelo de seda blanco anudado a su cuello. Cuando marchaba trotando parecía un soldado de los que salían en la película de la caballería montada del Canadá.
Mi padre, conociendo sus gustos, nada más entrar le obsequiaba con un buen jarro de vino chispeante y fresco sacado de la bodega que teníamos en casa.
Como muchos labradores pudientes de esta zona, este señor sentía como obligación ser generoso y desprendido con todo el mundo y lo que ellos regalaran fuera lo más grande y raro posible para que destacara más de todo lo corriente.
Siguiendo esta pauta, este buen señor nos obsequiaba con unos caramelos tan grandes, que apenas cabían en la boca. No sé si los mandaba hacer de encargo, pues ni antes ni ahora he visto caramelos tan descomunales.
Según las reglas de la buena educación que nos enseñaban entonces, le dábamos las gracias muy formales. Él, como no dándolo importancia, siempre nos decía: Esas para los señores curas.
Estos pequeños regalos que recibíamos en nuestra niñez, constituyen un preciado tesoro y como tal quedan grabados en nuestra memoria, en la que permanecerán toda nuestra vida.
Siguiendo esta pauta, este buen señor nos obsequiaba con unos caramelos tan grandes, que apenas cabían en la boca. No sé si los mandaba hacer de encargo, pues ni antes ni ahora he visto caramelos tan descomunales.
Según las reglas de la buena educación que nos enseñaban entonces, le dábamos las gracias muy formales. Él, como no dándolo importancia, siempre nos decía: Esas para los señores curas.
Estos pequeños regalos que recibíamos en nuestra niñez, constituyen un preciado tesoro y como tal quedan grabados en nuestra memoria, en la que permanecerán toda nuestra vida.
1 comentario:
Uff, lo que hacia que no venia a visitarte...
Que buena pinta tienen esas pastas!!
Me he puesto al dia de vuestros viajes, con tus magnificas crónicas. Se os ve muy bien en las fotografias.
Os envio a Raquel y a tí, un montón de besos y abrazos
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