Muy antiguo debe ser este cultivo pues ya la Biblia nos dice en sus primeros capítulos que “Noé planto una viña y bebió su vivo” y en referencia a esta cita, los buenos bebedores decían con frecuencia esta alabanza:
Bendito Noé
que viñas plantó
para nuestro bien
el vino dejó.
Además de este y otros muchos pasajes que narra la Biblia, presumiblemente las primeras vides se plantaron en España hace unos dos mil años.
Con la llegada de los romanos recibió este cultivo un gran impulso, aunque se cree que ya los fenicios y griegos lo habían implantado.
Prueba fehaciente de esto son las vasijas de barro cocido en que los romanos transportaban el vino, encontradas en los navíos naufragados. Como la presencia de los romanos fue muy prolongada en esta región, nos enseñaron su cultivo, elaboración y su conservación en las primeras bodegas.
Con la llegada de los árabes sufre algún retraso, ya que su religión les prohíbe el alcohol.
Con la Reconquista surge inmediatamente su expansión apoyada por los reyes cristianos y la tutela de varias abadías en las que algún monje era consumado especialista como el que primero elaboró el champán en Francia.
Fray Junípero Serra relata en sus memorias que fue el primero que plantó la vid en California y como él todos los misioneros difundieron el viñedo por la necesidad de tener vino para la celebración de la misa.
La imagen de la vid y el vino ha sido muy usada por pintores y escultores en todos los tiempos.
Para demostrar la abundancia de la tierra prometida, la Biblia nos pone la imagen exagerada de un racimo tan grande que es portado por dos hombres.
En el panteón románico de San Isidoro en León hay dos capiteles que muestran las faenas de poda y vendimia y un sin fin de cuadros pintados por los mejores artistas tanto antiguos como modernos.
También en sus nombres tiene mucha variación pues al nombre genérico de viñas en estos pueblos se les llama “majuelos” y a pocos kilómetros de aquí “varcillares” y creo que tendrán muchos más según las diferentes zonas donde se cultiva esta planta.
El primer contratiempo que tuvo este cultivo fue a finales del siglo XlX, con la aparición en Inglaterra de la plaga la filoxera.
Rápidamente se extiende por Francia y el resto del continente, en el año 1888 ya estaba extendida por esta zona. Ante la dificultad del tratamiento, por ser un insecto subterráneo que ataca a la raíz, después de múltiples estudios se llegó a la conclusión de que el único sistema eficaz, definitivo y económicamente factible era injertar púas de los viñedos autóctonos sobre porta-injertos de raíz brava que era completamente inmune a esta plaga.
La estaca de bravo que aquí se usaba para injertar era la denominada “rupestris” más fuerte que la “aramón” ambas de origen americano, nombre que tomaron las nuevas plantaciones.
Buscando la comodidad y el ahorro de no tener que sulfatar con extracto de cobre la plaga del “mildiu” y azufrar la del “oidium”, enfermedades muy corrientes en las vides americanas, se implantó por unos años la planta directa que se llamaba híbrido, resistente a las citadas enfermedades, que no necesitaba injerto y era muy resistente a la humedad, que unos cuantos años de exceso de lluvias se padeció en esta zona.
Dada su rusticidad tenía todas estas ventajas y una producción bastante alta que oscilaba poco de un año a otro. Tuvo unos diez o quince años su mayor apogeo coincidiendo con una era de penuria económica y escasas cosechas de cereales particularmente en los páramos mesetarios.
Por ser una planta casi brava daba unos racimos, aunque numerosos, muy pequeños y cuando la mano de obra se encareció casi era antieconómico vendimiarlo. Esto, unido a que el vino que producía se empezó a tachar en las cooperativas por su mala calidad, determinó que hacia el año 1987, con las subvenciones del Estado, fuese arrancado prácticamente todo.
La clase de yema que más se injertaba era la mencía y el palomino fino que aquí se llamaba jerez.
También se puso la malvasía, uva muy temprana y de poco hollejo por lo que se la empleaba mucho como uva de mesa, el alicante y el fino aragonés empleados para dar color a los vinos y en las tradicionales “lagaretas” que más tarde explicaré, el tempranillo y verdejo, que por su alto grado de alcohol, servían para “madrear” y el prieto picudo que actualmente se está plantando mucho para lograr los famosos vinos de aguja.
Aunque las primeras plantaciones de injertos americanos que se hicieron en esta zona procedían mayormente del Barco de Valdehorras, que tenía viveros de mucha fama, pasados unos años se injertaba por aquí en viveros y a nivel particular.
Injertar requiere una buena herramienta cortante para ajustar bien los cortes que se dan tanto en la púa que lleva la yema a injertar, como en la estaca de bravo de la que sale la raíz. Se hace coincidir bien la corteza de las dos partes y se lían con rafia u otro material envolvente para que la savia lo fragüe y brote el injerto.
Para que agarren mejor tiene que estar un año en terreno especial con cuidados de abono y agua antes de ser plantado en la viña definitivamente.
En las décadas de los 50 y 60 tomaron un auge inusitado la plantación de majuelos. No sé si porque los cereales valían poco o el vino tenía buen precio debido a las masivas destilaciones para obtener alcohol, muy necesario en los hospitales durante y después de la Guerra Civil y la Segunda Europea.
En vista de que daba más rendimiento una hectárea de majuelo que la de cereal optamos por cambiar tierras lindantes en el pago de la Loma y logramos hacer unas ocho hectáreas juntas para que se labrara mejor el majuelo. Todos los años poníamos algo en el tiempo muerto de invierno, empezando por linear la tierra con unas marcas sobre las cuales se hacían las hoyas o se hondeaban las zanjas, pues probamos ambos sistemas, optando finalmente por la hoya que mueve mejor la tierra.
El “estadal” más usado por aquí medía dos metros y medio, que plantado al “marco real” daba una densidad de unas mil quinientas cepas por hectárea. Esta modalidad era la más sencilla pues se buscaba la lindera más recta y siguiendo su dirección se trazaba la primera línea y todas las demás paralelas a ella. Luego se marcaban las trasversales que hacían siempre con la primera un ángulo de noventa grados.
En el ángulo de estos orientado al Norte, con la pala que se llamaba de voltear o hacer reguera, se marcaba otro cuadrado de unos ochenta centímetros y se le hondeaba otro tanto, y se procuraba que la tierra labrada quedara a un lado de la hoya y la virgen que salía del fondo al otro.
Después que pasaban las heladas del invierno que meteorizaban la tierra extraída, se procedía a la plantación del injerto, despuntando sus raíces y cortando su primer tallo. Se echaba la mejor tierra de encima a bajo, para que enraizara mejor, y con la restante de menor calidad se rellenaba la hoya. Sobre la incipinte cabeza del “cabo” que así se llamaban a los injertos aquí, con la tierra más mullida, se hacía un pequeño montón que protegía su primer brote muy vulnerable tanto a las heladas como a los rigores del sol.
Esta pequeña y delicada planta había que cuidarla con esmero durante dos años y al tercero empezaba a dar algún fruto llegando a la plena producción de los cuatro años en adelante.
Las labores de azada más corrientes era el “alumbrar” que consistía en limpiar la cepa de todo forraje y hacer un hoyo alrededor de la cepa para que cogiera más tempero durante el invierno.
Por San Juan se hacía la labor inversa de “refrescar” dando tierra a la cepa para que conservara mejor la humedad del invierno.
Con el arado se empleaba la misma técnica, se quitaba tierra en la primera vuelta “alzar” y se la daba en la segunda “binar”, según se arara la calle a escuadra o “alredor”.
Todo perdona la viña
meno s la poda y la bina.
Decía una sabía sentencia lograda con la experiencia de muchos años de laboreo de esta planta.
Refiriéndome a la bina diré que era fundamental hacer aunque fueran “cuatro rayas”, pues algunos años que no llovía en esas fechas, la tierra estaba tan dura que el arado no entraba más que la puntilla. Es tal la necesidad que tiene la planta en esa época de airear su raíz y apropiarse del oxigeno de la atmósfera, que por poca labor que se la hiciera cambiaba del color amarillento de sus hojas a un verde intenso y los “pámpanos” de sus pequeños racimos se desarrollaban perfectamente
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