lunes, 18 de abril de 2011

FAMILIARES DE ZAMORA
















Hace unos años escribí un poema sobre la vida de mis tíos de Zamora. Ahora quiero contar el relato más extenso.

Allá por los años veinte del pasado siglo, informado por unas amistades de San Nicolás, vino un empresario zamorano llamado Florencio Rueda buscando un matrimonio joven que le sirviera como hombre de confianza de sus varias empresas.
Una hermana de mi padre de nombre Victorina se había casado no hacía mucho tiempo con un chico del pueblo llamado Pedro. Como quiera que esto era lo que venía buscando el empresario y esta joven pareja no tenía el futuro muy asegurado en el pueblo, decidieron probar fortuna en la capital.
Mi tío Pedro como buen castellano, tenía unos principios éticos muy profundos basados en la honradez austera de sus padres que le sirvió para hacerse merecedor de la absoluta confianza de su amo.
Mi tía Victorina con su don de gentes heredado de su madre y dotada de un trato amable, también logró granjearse la amistad de Doña Julia, madre de Florencio, que era el alma mater de todo aquel tinglado de empresas.
Tuvieron un solo hijo llamado Julián de unos años más que yo y los veranos que pasaban en el pueblo compartíamos siempre nuestros juegos y travesuras infantiles. ¡Qué buena sensación me produce recordar la sincera amistad y buen trato que siempre nos hemos dispensado!
Las cartas como único medio de comunicación de entonces, sirvieron durante muchos años de unión entre ambas familias y en mi niñez recuerdo que la llegada de las cartas de Zamora constituía un atractivo y mis padres con buen sentido práctico nos invitaban a leerlas.
Todavía recuerdo la excelente redacción y buena caligrafía que tenían y el cariñoso final de despedida: Un beso de Pedro y Victorina, a lo que recíprocamente mis padres contestaban: Un beso de Timoteo y Avelina.
Hermosa costumbre de relación epistolar que ellos siempre mantuvieron y que desgraciadamente no seguimos nosotros, por la comodidad moderna del teléfono.













Era tradición inexcusable en nuestra casa por Navidades, mandar a Zamora un par de pollos vivos, criados con esmero en el corral de casa y que alguna vez me tocó ir a facturar por la Renfe a Sahagún.
Indefectiblemente de Zamora llegaba también el estupendo pimentón de matanza y lo que más apreciaba nuestro paladar de niños era un gran bloque de turrón de Alicante, que dada su buena fabricación era tan duro que mi madre para partirlo tenía que golpear el cuchillo con una pesada plancha.
En el paso de mi memoria descansa el recuerdo agradable de los veranos que pasaban con nosotros.

















Qué contrastes tan hermosos nos ofrece a veces la vida! Mi tía Victorina que era una excelente cocinera y no carecía de nada en su casa, cuando al atardecer llegaban a casa, no tenía más ilusión que mi madre la hiciera una tortilla de patatas, pero hecha en sartén de patas y a la lumbre que da la paja al ser quemada por mano experta, debajo de ella.

También la gustaba mucho el estofado de carne de oveja, en el que mi madre era especialista. La carne de oveja troceada la ponía dentro de un puchero de barro con la panza quemada por el fuego.

















Para avivar el rescoldo de la paja, cada cierto tiempo, se “hacía un hoyo”y se daba unos impulsos al puchero de arriba abajo para que su contenido se estofara uniformemente y desprendía un olor tan exquisito que excitaba el apetito antes de comerlo.
Con Julián, el primo Ignacio y yo hacíamos nuestras correrías, siempre los tres juntos como los Mosqueteros. Algunas tardes íbamos a pescar cangrejos, que entonces eran muy abundantes y mientras pasaba el tiempo de mirar los reteles, para refrescarnos del calor nos bañábamos en algún “tojo”.

Otras veces nos poníamos a jugar a los pantanos en alguna corriente muy debilitada por el estiaje y a Julián le hacía mucha gracia que sólo con su mano podía parar la corriente del río y que a pesar de su pequeñez ya ostentaba desde aquí el nombre de Río Sequillo. En este aprendiz de río jugábamos despreocupados inundándonos de la paz del paisaje y nos refrescaba el murmullo de la brisa entre los chopos. Si después de pasar la tarde así, lográbamos pescar alguna docena de cangrejos, volvíamos al pueblo más contentos que unas pascuas.




















Cuando en pleno invierno se cerraban las labores del campo fui varias veces a pasar unos días a Zamora y como Julián trabajaba en el Instituto Nacional de Previsión en jornada continua, por las tardes dábamos un repaso a todas las películas que estrenaban, que en realidad no eran muchas, para satisfacer nuestra común afición al cine.
Entre las películas que recuerdo está Los Crímenes del Museo de Cera que su estreno fue una novedad por su sonido envolvente y unas gafas que daban con las que se suponía se lograba la tercera dimensión.















Por las mañanas recorría los muchos lugares históricos que tiene Zamora, como las murallas con su célebre Portillo de la Traición por donde entró Bellido Dolfos después de matar a Sancho II. La catedral de estilo románico zamorano, en la que destaca su bello cimborio cubierto por escamas pétreas y en su interior el Cristo de las Injurias de Becerra, que preside la celebre procesión del Silencio. También la plaza de Viriato, valiente pastor lusitano, que llegó a ser el “Terror Romanorun” como reza en su estatua en la que también figura su celebre y práctico ariete.
Mi tía Victorina, como compensando no tener más que un hijo varón, tuvo con ella varios años a mi hermana Nati, supliendo esta carencia y tratándola como a una hija. La primera vez que estuve en Madrid fue en compañía de Julián con ocasión de hacer unos trámites y aprovechamos para visitar lo principal de él y tuve la ocasión de aprender un poco el manejo de viajar por el metro.
Cuando la salud de mis tíos empezó a flaquear, les visitábamos en compañía de nuestros hijos, a los que mostraba un gran cariño que se hacía recíproco, pues todavía hoy, con el paso de los años recuerdan todos el buen trato que recibieron.


















También comentamos la visita que hicimos a los saltos del Esla que bien explicado por Julián nos parecieron grandiosos con sus enormes compuertas rebosantes de la ingente cantidad de agua contenida en el pantano y que para nosotros, habituados al secano, constituía un grandioso espectáculo. Sobrecogidos quedamos al escuchar el sonido del agua retumbando en el hueco del túnel de desagüe, portentosa obra perforada en roca viva que estimamos acaso sea la más costosa y difícil de todo el pantano.

Cuando faltaron nuestros queridos tíos, no les faltó a sus hijos el apoyo y consuelo de toda la familia del pueblo que también reciben la suya en todos los entierros en los que nunca se echa de menos su presencia. Y como interesados en no perder la unión indispensable familiar, también acuden complacidos a las bodas, que por la dispersión de la familia, se celebran en diferentes lugares de España.

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