Con el paso del tiempo se aprecia mejor lo que aprendí de ellos, y el cariño con que trataban de enseñarme lo que sabían sería muy necesario para afrontar los problemas que la vida depara.
Que este recuerdo sirva de homenaje a todos ellos, y exprese mi más sincero agradecimiento.
Con un hermano de mi madre, llamado Pablo, que vivía en San Martín de la Cueza, siempre tuve gran amistad y afecto, que perduró hasta el día de su muerte.
Además de su carácter abierto y afable, destacaría su afición a trabajar la madera. Si hubiera tenido los medios actuales y la formación debida, habría llegado muy alto en el diseño y construcción de toda clase de enseres.
Aunque como buen labrador no descuidaba las faenas agrícolas, aprovechaba cualquier oportunidad para cultivar su afición.
Cuando iba a vender trigo a Sahagún, de regreso y por cuatro perras, cargaba el carro de mulas con los rachones y restos de madera que se vendían para quemar. Este material, que él cuidaba y secaba con mimo, le servía para practicar con las pocas herramientas que tenía y alguna otra que iba comprando con las pequeñas propinas que se daban entonces a los jóvenes y que él nunca gastaba en otra cosa.
Los domingos, y cuando el invierno o los temporales impedían los trabajos en el campo, se recluía en el portalón del carro, donde había montado una pequeña carpintería. Hizo allí un banco de carpintero con su torno para sujetar las piezas que trabajaba, un apoyo regulable para cepillar y armarios y cajones donde guardaba bien ordenadas las herramientas.
Me gustaba ver cómo un informe tronco, después de serrado, cepillado y pulido, se convenrtá en un mueble. Al principio no entendía por qué marcaba un número y un garabato en las piezas. Lo supe el dia en el que le vi calentando un cuenco, en el que echaba unas tabletas amarillas que desprendían un olor fuerte y desagradable. Mi abuela Nicasia le reñía:
-¡Pujetero! ¡Me vas a quedar sin lumbre!
Pero él lo retenía hasta que la cola estuviera líquida. Marchaba entonces corriendo al portalón y, echando un poco en cada empalme, unía, según los números y señales, las piezas que tenía preparadas y conseguía hacer cualquier mueble.
Antes de casarse, preparó lo que podríamos llamar su "ajuar masculino". Arrendó una casa, y la fue amueblando con sillas, mesas, escaños, camas, armarios y una mesilla de noche con sus iniciales: P.B., pues él siempre afirmó que el apellido Vaquero se escribió desde antiguo con B.
Como distracción, queriendo hacer las cosas más dificiles, me hizo un carro de varas de tamaño reducido, al que no le faltaba un detalle. Lo que más le costó, por su enganche de hierro, fueron los peones, pero los consideraba necesarios.
Pintó de colores tanto las varas como las barandillas y deshojado. y tuvo el capricho de ponerle hasta la tablilla con el nombre de San Nicolás y un número de matrícula.
Para ruedas, las de un trisurco; para tiro, aparejó a un perro grande que teníamos, muy tranquilo, con sillín, collerín y retranca; y para seguridad, una especie de cabezada-bozal.
Después de varios entrenamientos para que el perro se acostumbrara al tiro, hizo la exhibición por las calles del pueblo, con el consejo de no montar en el carro más que a algún chiguito, pues la potencia de la tracción no daba para más.
Ni que decir tiene que despertamos la admiración de pequeños y grandes en todo el pueblo por la originalidad y por lo bien que estaba rematada la obra.
Nunca olvidaré los buenos ratos que pasábamos, cuando me llevaba, ya de adolescente, al reclamo de la perdiz. Con su gran inventiva, había entrenado a una perdiz para que cantara desde dentro de una jaula y, por si fallaba, tenía como un pito de fuelle que imitaba muy bien su canto.
Nuestro sitio preferido era la pequeña caseta de una viña situada a mitad de una suave ladera, desde la que se dominaba tanto el valle como el alto.
Poníamos a la perdiz a unos cuarenta pasos y, si no cantaba, la estimulaba él con el pito. Tan pronto como los machos en celo escuchaban el reclamo, aparecían majestuosos volando en círculos concéntricos cada vez más cortos hasta posarse en el suelo.
Desde nuestro escondite, era un espectáculo ver cómo se acercaban con las plumas erizadas para aumentar su tamaño, arrastrando las alas y levantando el pico en un galanteo admirable.
Si se juntaban dos machos, era un delirio de exhibiciones y peleas para conquistar a la hembra. Ciegos por el instinto de aparearse, no se daban cuenta de que la que querían para pareja era inaccesible en su jaula. Una escopeta de cañones cortos ponía triste fin a tan fogosas manifestaciones.
Los pueblos que no estaban cerca de una carretera, quedaban practicamente aislados. Los coches y demás vehículos modernos no servían para transitar por aquellos caminos de barro. En esas condiciones se encontraba San Martín de la Cueza hasta años después de la guerra, cuando las Diputaciones fueron abriendo caminos vecinales.
Recuerdo los ratos que pasábamos jugando con mi prima Consuelo, hija mayor de mi tío, cuando la bajaba los domingos con él. Aprendía enseguida cualquier juego que la propusiéramos. En la escuela era de las mejores, bien dirigida por una maestra que estuvo muchos años en San Martín y que la amadrinó poniéndole su nombre.
Con estas cualidades, era natural que fuera muy querida por todos. Grande fue el dolor que sentimos cuando una enfermedad acabó con su joven y prometedora vida.
Achacamos estas desgracias a fatalidades del destino pero otras veces buscamos causas inexistentes.
Fue así tremenda la obsesión de mi abuela Nicasia. Recriminaba a mi tío por no haberla bajado a San Nicolás para ser mejor atendida por el médico. Quisiérase o no en estos casos siempre queda la duda de si se podía haber hecha más por ella.
Otra dificultad que tenían estos pueblos aislados, era poder vender sus productos cuando tenían su aceptación en el mercado.
En cierta ocasión le oí comentar a mi padre:
-¿Has vendido el sobrante de este año? -Preguntaba mi tío a mi padre.
-Casi, casi, solo me queda un poco,
-¿Y qué tal anda de precio?
-Creo que bastante bien, en cuanto pase el invierno puede bajar.
-Eso también temo yo, pero ¿cómo lo vendo yo en aquel pueblo?
-Avisa a un pequeño comprador de Sahagún que lo pueda sacar con carro.
-Ya lo hice, y un día por otro nunca lo hacen. No quiere ya nadie trabajar no siendo con camiones.
-Entonces, ¿qué piensas hacer?
-No veo otra solución que bajarlo aquí para venderlo mejor.
-No se hable más, que mañana suba el chiguito con el carro y entre los dos lo bajáis mejor.
A la mañana siguiente enganché el mejor par de mulas que teníamos para el carro de par, pues sabíamos que los caminos estaban muy difíciles.
Durante la noche había llovido, pero el sol lucía en un cielo limpio. Cuando subí el Otero, se veía a lo lejos, en los valles como una pequeña niebla que procedía de la tierra cargada de humedad, al calentarse con los tenues rayos del sol.
Cuando subí la loma y divisé San Martín, noté el cambio notable que se produce en tan poca distancia.
Una fría brisa, producida en los páramos del norte, se encajona por toda la Cueza abajo, dándote la sensación de estar en una región diferente.
Cuando llegué, mi tío lo tenía todo preparado, el trigo envasado en unos sacos bien atados dispuestos junto a la escalera que hacía como de muelle. Puestos a cargar no echamos en el carro más de seis sacos, y yo, pareciéndome pocos le dije: “como no carguemos más vamos a tener que echar muchos viajes”. Él, con mucha práctica dijo:
“No podemos cargar más porque si al subir la cuesta del camino Villada nos atollamos y resabiamos a las mulas en la subida, puede ser que tengamos que cargar menos.
-¿Pues tan mala es esa cuesta?
-Bastante, y debemos tomar precauciones. Yo iré delante y ya verás como antes de que se agoten las mulas en la subida, la paro un poco para que se repongan y así suban mejor.
-¿Y si a mi pareja las paro y no vuelven a arrancar?
-No temas, las he visto trabajar y subirán tan bien o mejor que las mías.
Con estos sabios consejos afrontamos la temida cuesta con las paradas previstas, y mi pareja, no acostumbradas a estos caminos, respondió según predijo mi tío.
Quisiera explicaros un poco la dificultad, que después comprobé, tenía esta subida.
Debido a la erosión del agua se había convertido casi en una reguera, con fuertes linderones a ambos lados que te impedían el cuarteo lateral.
Además su piso era de un barro arcilloso y pegadizo, que con la humedad, se pega a las ruedas como una lapa. Los cascos de las mulas, al despegarse de aquel barro, emitían un sonido como de ventosa que aumentaba el esfuerzo a desarrollar en la dura cuesta.
Sin novedad, llegamos a San Nicolás y repetimos el viaje varias veces pero sin propasarnos a cargar más de ocho sacos.
Varios años fui en mi juventud a la fiesta de San Martín, que por ser a la entrada del invierno tenía otro ambiente que la de San Nicolás, que se celebraba en verano. Además del buen trato del que disfrutaba, tanto de mis tíos como de toda la familia, notaba en la gente una manera de ser abierta y campechana.
En las largas noches invernales, sin luz eléctrica, los mozos encendían una hoguera que calentara y diera luz en el baile, que entonces se hacía a la puerta de la iglesia.
El tío Heliodoro, suegro de mi tía Felisa, después de cenar el día de la fiesta, se armaba de una fuerte garrocha de roble, con una buena porra al extremo, y salía a vigilar los leñeros que tenían los vecinos en la calle, para que los mozos no se cebaran solo en uno y el gasto se repartiera entre todos.
Una cosa que a mi tío Pablo le encantaba era salir al poco rato a vigilar a los vigilantes y nos pasábamos un buen rato de ronda por el pueblo, adivinando los escondites de estos guardianes improvisados.
Desde lo alto,en la puerta de la iglesia, a la luz trepidante de la hoguera, el baile ofrecía un aspecto fantasmal. Pero si te acercabas, lo veías animado por una juventud deseosa de divertirse, aunque solo fuera los días de fiesta.
Casi siempre vi tocando en ella a unos tamboriteros, que eran de los Melgares y a los que llamaban los Curros. Con sus canciones tradicionales, tanto en misa como por las calles, daban al pueblo un animado ambiente de fiesta.
Cuando el bueno de mi tío me veía bailar con alguna chica que no le parecía bien, me lo decía con confianza, pues todo le parecía poco para mí.
En el momento en el que el baile empezaba a decaer, nos íbamos a la cantina, que entonces estaba en casa de la tía Nicasia. Pasábamos un rato viendo jugar a la banca, juego de mucha tradición en esta fiesta, al que acudían muchos aficionados de los pueblos limítrofes. Ellos contaban que iban a ganar el dinero necesario para comprar una cecina. Claro está que lo decían sólo cuando ganaban y no así cuando perdían.
Cuando a la mañana siguiente mi tía Felisa me servía un espléndido desayuno, me preguntaba qué tal le había ido el juego al tío Heliodoro, que era un buen aficionado. Yo rehuía darle una contestación clara; pero ella, con intuición femenina, siempre acertaba si había ganado o perdido, guiándose por la hora de llegada a casa. Si llegaba pronto, decía:
-Esta noche le han pelado.
Y si llegaba tarde pensaba lo contrario.
Desde muy antiguo hubo en San Martín una cofradía de "Hermanos de San Francisco". Todos los domingos de Cuaresma se juntaban todos los cofrades y celebraban los Ejercicios.
Una tarde subí a verlos y me impresionó. En la penumbra de la iglesia, alumbrada solo por unas velas, se ponían en dos filas y, después de recitar muchas oraciones a San Francisco, dos de ellos, uno con un crucifijo y el otro con una calavera, se los mostraban a cada uno, mientras el primero decía:
-Este es el Señor que nos ha de juzgar.
Y el segundo decía:
-Y en esto hemos de venir a parar.
Mi tío y yo nos ayudábamos mutuamente, tanto en los trabajos como en cambiarnos aperos que a uno le eran inútiles y a otro le servían. Recuerdo un arado grande, de camba de hierro, que yo tuve tirado muchos años y mi tío lo convirtió en uno bueno. Y él me trajo un arado pequeño que yo necesitaba para arar las viñas.
Astiles de roble para mangos de herramientas nunca me faltaron, pues él buscaba entre las matas, los secaba a la sombra y me los traía ya preparados para usarlos.
Muchos años vino a ayudarme a esquilar, tarea poco grata y que yo agradecía; porque además de llevar todos una buena riñonada, podíamos con su ayuda acabar la faena en un día para que el rebañopudiera salir pronto al campo.
Cuando llegó la luz eléctrica a estos pueblos, uno de los primeros fue Moratinos. Yo tuve que mandar a un electricista que pusiese la instalación. Pero siempre fue grande mi curiosidad por aprender cosas.
Así que cogí el truco a los empalmes, y procuré ayudar a la familia, poniéndoles la instalación a mi padre en San Nicolás y a mi hermana Primi en Escobar. Subí a San Martín y con dos explicaciones mis primos Ángel y Joaquín lo aprendieron enseguida.
Cuando mi tío, ya retirado, asomaba al Turumbón y me veía trabajando en el majuelo de las Picardías, se acercaba hasta allí, llenando los bolsos de grana de tomilla, que decía era muy buena para las perdices, y matábamos la tarde charlando al remanso de un montón de manojos.
Pasados unos años bajó a vivir con su hija Margarita, a San Nicolás. Si averiguaba por dónde andaba yo trabajando, manteníamos contacto.
Cuando cayó enfermo, seguí visitándole. Una veza acompañé a mi prima que le hacía unas curas; y yo, que soy de lágrima fácil, tuve que esforzarme para contenerme y no impresionarle.
Imponía ver a aquel hombre, que siempre derrochó salud y actividad, consumirse lentamente en el lecho del dolor.
Admiré siempre el valor, dedicación y entereza de mi prima para cuidar a sus padres en los últimos días de su vida.
En su honor les dedico estos versos
Yo tuve un tío querido
que Pablo se llamaba.
Él de niño bien me quiso,
yo de mayor respetaba.
Con gran pericia y deleite
la madera trabajaba,
y con solo cuatro astillas
muchos muebles fabricaba.
Muchos juguetes me hacía,
incluso un carro de varas,
transportado por un perro
que muy bien aparejaba.
A reclamo íbamos juntos,
de la perdiz castellana,
buscando la mejor hora,
por la tarde y de mañana.
Si a San Martín yo subía
y de allí trigo sacaba,
en el tiempo de esquileo
a Moratinos bajaba.
A la espalda su mochila,
sus tijeras transportaba,
y con soltura y pericia
mis ovejas esquilaba.
Muchas veces cambiamos,
tanto arado como apero;
nunca nos importó nada
la ganancia o el dinero.
Guapa, rubia y vivaracha
era mi prima Consuelo;
que los que aquí te lloramos
nos consueles desde el cielo.
Siempre fue tía Felisa
conmigo muy complaciente,
y yo le correspondía
siendo su gran confidente.
En San Nicolás descansa,
junto a su esposa Felisa;
que a todos sus familiares
de buen ejemplo nos sirva.
1 comentario:
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