Era, como mi tío Pablo, hermano de mi madre y, como labradores, siempre trabajaron juntos en el patrimonio familiar.
Nunca vi entre ellos la menor discrepancia, a pesar de la diferencia de sus caracteres.
Los dos tenían el mismo concepto de lo que es un hombre de bien. Pero mi tío Guillermo lo disfrazaba con su manera de ser introvertida, y más en el trato familiar, por lo que de niño me costó entenderle.
Cuando en el trato con extraños o en reuniones de mozos se desprendía, pudiéramos decir, de su coraza convencional, salía a relucir su gran cultura y su carácter jovial para animar los círculos donde él tomaba parte.
Su afición preferida era la lectura, tanto de libros de ensayo, de veterinaria o agricultura, como los incluidos en el Indice de la Iglesia. En este caso creo que lo hacía, además de la curiosidad que generan estas prohibiciones, por situarse en el punto medio entre D. Paco, republicano, y el cura D. Ángel, con los que siempre mantuvo amistad, demostrando con ellos su don de gentes.
Cuando llegaba a casa, cansado del campo, la hoja del calendario nunca la cambiaba sin leerla atentamente.
Lo mismo que otros muchos de su época, marchó a trabajar a la mina a Asturias. Sería un gran trauma, para un labrador castellano acostumbrado a trabajar a pleno sol, encerrarse en las profundidades de la tierra.
Con todo, supo adaptarse a esas labores, empezando a de picador y siguiendo de barrenista, hasta conseguir, ya en el exterior, el puesto de frenista en los cable transportadores de carbón.
La patrona que tuvo le tomó tal cariño, que en la deliciosa habla asturiana le llamaba el fiyo o el guaje; y, estando ya aquí, vino a verle muchas veces, como si de un hijo se tratara, contándonos que hasta intentó casarle con una sobrina suya.
Aquella mujer disfrutaba trayendo los productos de su tierra, entre ellos el laurel y le encantaba llevarse el tomillo que aquí se cría.
Manifestaba su sentimiento y pena de soltera cuando decía: " A una mujer sola, hasta las piedras se le ponen en contra." La despedida de su guaje le costaba siempre un gran llanto, expresión clara de su gran corazón.
Aprendí mucho con el tío Guillermo cuando íbamos a las ferias a comprar mulas. Formalizado el trato de un animal, se pasaba al registro anatómico preceptivo, donde los veterinarios, si le encontraban alguna falta, usaban palabras muy profesionales. Mi tío, aunque las comprendía, les hacía expresarse en términos más vulgares.
Recuerdo la noche que pasamos cuando compramos dos mulas en Mansilla. En la gran feria que se celebraba allí el día de San Martín se congregaba allí mucha gente para los pocos hospedajes que había.
No encontramos otro sitio donde pasar la noche, teniendo cuidado de nuestras compras, que una pajera alta, rodeados de gran número de burros garañones que habían comprado unos tratantes zamoranos.
La sinfonía de rebuznos que nos dedicaron nuestros compañeros de dormitorio fue tal que ellos no cerraron la boca en toda la noche y nosotros no pudimos pegar ojo.
Muy de madrugada emprendimos el camino de regreso. El amanecer nos sorprendió caminando por el páramo que se extiende entre Reliegos y el Burgo: kilómetros y kilómetros de tierras llanas cubiertas de rastrojos escarchados y algún suave y verde valle que rompía la monotonía.
Durante unos kilómetros el camino discurre paralelo a la vía del tren. A las mulas que traíamos, casi cerriles y criadas en la montaña, la vista de la máquina del tren resoplando vapor por sus costado les debía parecer algo extraordinario y teníamos que sujetarlas para que no se desmandasen.
Para la doma de estos animales era mi tío Guillermo un experto. Empezaba por limpiarlas bien todas las mañanas, manoseándolas y acostumbrándolas a las voces más corrientes del trabajo. Luego les ponía los arreos y, a veces, le vi dejarse arrastrar por el corral, agarrado a los tiros. Así, cuando las enganchaba al arado, ya estaban acostumbradas a la pesada labor que llevarían a cabo durante su vida.
Un día, durante la picatuesta, como si no quisiera la cosa tuvo un aparte con mi hermana Severina:
-¿Qué tal con las cuentas y la geografía?
-Con la segunda mejor que con las primeras -contestó-, pues nos ponen problemas muy difíciles.
-¿ Y tú cómo llevas la literatura y demás cosas? -me preguntó-
-Regular. Son muchos los temas y no los aprendemos bien.
-Ya me dijo D. Paco que no tienes la afición de antes por aprender poesías.
-No sé. Parece que ahora me cuesta más, y no tengo la ilusión de recitarlas en público, como lo hacía antes.
-Pero de travesuras no andáis mal...
Dirigiéndose a mi hermana, con un movimiento circular de sus manos, dijo con tono misterioso:
-Abajo, anís del Mono.
Y, dirigiéndos a mi, en el mismo tono:
-Y arriba el escardín.
Estas frases, que parecen un enigma, tuvimos que descifrarlas entre nosotros, pues cada uno conocía su pecado y sabíamos a qué se refería. Pero, dichas en sentido figurado, no aclaraban lo del otro.
La explicación, en el caso de mi hermana, era que ella no resistía la tentación de darle un toque, de vez en cuando, a un pote de miel que mi abuela tenía en la parte baja del armario del comedor.
El escardín era una pequeña hoz que tenía corte por los dos lados y servía para escardar los trigos. Para hacer más cómoda la faena, se le añadía un palo de un metro.
Antes de vendimiar se hacía el escogido de la uva para el consumo de casa. Para conservarla más tiempo, mi abuela Nicasia colgaba de un varal, con una hebra de lana, los racimos y los ponía en el piso de arriba.
Cuando yo entraba en la casa y por la ventana abierta veía los racimos colgando, no sé que fuerza me empujaba a subir por la escalera, y con la ayuda del escardín en una mano cortaba la hebrada, y con la otra situaba una criba para que en la caída no se dañara el racimo.
En estas maniobras sentí alguna vez en la nuca como un frío o sensación extraña que percibes cuando crees que te están siguiendo. No logro imaginarme la sensación que le produciría a mi tío cuando me veía en esas andanzas. Pero nunca de manera explícita me dijo nada.
Analizando
actualmente este episodio no entiendo por qué un hombre voluntariamente se
recluye en un caparazón para mostrarse duro y antipático, cuando interiormente
es bondadoso y comprensivo. En este caso mi tío lo demostró con creces, además de un gran tacto
pedagógico, pues nos sorprendió sin nombrar siquiera el objeto del delito.
No quiero detallar su vida sentimental , pues además de ser un terreno
muy comprometido, no sería imparcial en mis apreciaciones. Sólo diré que tuvo
mala suerte en su matrimonio con una
chica del pueblo y teniendo una hija
discapacitada. A los pocos años se separó y rehizo su vida con su familia,
hasta que una cruel enfermedad lo llevó de entre nosotros.
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