Había una vez un padre que tenía
una hija muy hermosa, pero muy ambiciosa y terca. Se presentaron como
pretendientes tres mozos cual a cual más apuesto que le pidieron casarse con su
hija. Él contestó que los tres le parecían bien y tenían su consentimiento,
pero tenían que preguntar a la hija cual
de los tres prefería.
Así lo hicieron y la hija contestó que a los
tres. “Eso no puede ser”, dijo el padre, pero la hija siguió diciendo que a los
tres y no hubo manera de convencerla.
El pobre padre, muy disgustado, les propuso
que se fueran a buscar fortuna por el mundo “alante” para traerla una cosa que
fuera única en su especie y que aquel que
trajese la mejor y más rara sería el que se casase con su hija.
Pusiéronse en camino cada cual por su lado y
al cabo de mucho tiempo se volvieron a reunir en lejanas tierras, sin que
ninguno hubiese encontrado cosa hermosa en su especie.
Estando en estas tribulaciones, el primero que
había llegado se encontró con un viejito que le dijo si quería comprarle un
pequeño espejo. Le contestó que para qué quería un espejo tan feo. Entonces el
vendedor le dijo que aquel espejo tenía una gran virtud, que era el poder ver
en él las personas que el quisiera ver. Comprobado que era cierto, se lo compró
por lo que le pidió.
El que había llegado en segundo lugar, al
pasar por una calle, se encontró con el mismo viejito que le ofreció venderle
un bote de bálsamo.¿Para qué me ha de servir ese bálsamo? preguntó al
viejecito. Dios sabe, respondió, que este bálsamo tiene la gran virtud de hacer
resucitar a los muertos.
En aquel momento acertó a pasar por allí un
entierro; se fue a la caja, le echó una gota de bálsamo en la boca al difunto,
que se levantó tan bueno que cargó con su ataud y se fue para casa. Visto esto
por el segundo pretendiente compró el bálsamo milagroso por lo que el viejecito
le pidió.
Mientras el tercer pretendiente paseaba,
pensando en sus problemas, por la orilla del mar vio llegar, sobre las olas, un
arca muy grande que cuando llegó a la playa se abrió y salieron de ella muchos
pasajeros. El último en salir fue el viejecito que le ofreció si quería
comprarle aquella arca.
¿ Para qué la quiero yo respondió, si no me
sirve más que para hacer una hoguera?
No señor, respondió el vendedor, pues posee
una gran virtud, que es llevar a su dueño a donde le apetezca junto a sus
pasajeros. Puede cerciorarse de ello con los compañeros que he traído desde las
playas de España. Confirmado esto compró el arca por lo que le pidió. Al día
siguiente se reunieron los tres y cada cual contó lo satisfecho que estaba de
la compra realizada.
El primero presentó el espejo en
donde vieron a la novia que los tres pretendían. Pero ¡cual no sería su asombro
cuando la vieron muerta y tendida en un ataúd! Yo tengo, exclamó el que había
comprado el bálsamo, la solución, pero cuando lleguemos ya estará enterrada.
Pues yo tengo un arca dijo el tercero que en pocas horas nos pondrá en España.
Corrieron a ella y en un momento estuvieron en el pueblo del padre de su
prometida. Hallaron a este en el mayor desconsuelo, y le pidieron que les
llevara a verla.
Cuando estuvieron donde estaba el
cadáver, el que llevaba el bálsamo echó unas gotas en los labios de la difunta,
que se levantó tan buena y risueña y volviéndose a su padre le dijo:
¿ Lo ve usted padre, como necesitaba la
colaboración de los tres para ser feliz?
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