Aproximadamente un año después de entrar en quinta te llamaban para cumplir el servicio militar. Con antelación se celebraba un sorteo para designar a los que iban a África.
Tuve suerte y me tocó a España, no así a un quinto compañero del pueblo que fue a África. Acompañado por este fuimos a presenciar el sorteo a la caja de reclutas de Palencia y nos pudimos dar cuenta en el tren de los muchos reclutas que entonces salían de Paredes, que eran más que los de Palencia, y apoyados en su mayoría se hacían destacar por sus gamberradas tanto en el tren como en Palencia.
El sorteo se efectuaba con el bombo y las bolas en orden alfabético con los nombres de cada uno. Nosotros comprobamos nuestros nombres en las listas y dimos vueltas al bombo con las bolas como otros muchos invitados por la mesa. Se sacaba sólo un número que hacía de primero para África y a continuación seguían los demás hasta completar el cupo.
Mis queridos padres, para que me dieran un buen destino, buscaron amistades por todas partes y en esta ocasión la de un brigada hijo del pueblo, que estaba en la caja de reclutas de Palencia. No sé si con su recomendación o sin ella me mandaron a un grupo de Intendencia en Burgos.
El día de la marcha me entretuve con este brigada y otro conocido del pueblo y cuando llegamos a la estación ya había arrancado el tren de nuestra expedición. Tuve que coger un tren de viajeros hasta Venta de Baños donde, según el brigada tenían previsto darnos la cena. Incorporado a mi expedición, ya de noche, nos metieron en un vagón en los que se transportaba el ganado, que si abrías la puerta te congelabas y si la cerrabas te asfixiabas en la más completa oscuridad.
De esta guisa llegamos a Burgos, cargados con las maletas entramos en formación en el patio del cuartel, desde donde se nos distribuyó a las compañías donde dormimos la primer noche de mili.
A la mañana siguiente pasamos uno a uno por vestuario y nos dieron un montón de ropa militar sin tener en cuenta tallas o medidas. El espectáculo que dábamos en la compañía era digno de verse: a los más altos les habían dado unos pantalones que no les llegaban a las rodillas y a los bajos otros que les arrastraban. Se imponía por tanto el intercambio con el que después de muchas pruebas y arreglos de algún mañoso, quedamos todos regularmente vestidos.
Pasados tres días nos llevaron a Miranda de Ebro para aprender la instrucción en un campamento que había sido campo de concentración de prisioneros durante la guerra.
De los tres meses que pasé en Miranda tengo muy buenos recuerdos, pues la gente es muy abierta y hospitalaria, donde los militares éramos apreciados, quizá debido a nuestra corta estancia.
Miranda es un importante centro de población situado estratégicamente junto al Ebro. Es nudo de líneas ferroviarias pues de él parten los enlaces de todo el Noreste de España con la frontera francesa, Barcelona y Zaragoza y los que van a Vitoria y Bilbao.
Nuestro campamento estaba junto al Ebro y como los servicios sanitarios no estaban lo bien que pudieran desearse, y como normalmente hacía buen tiempo nos dejaban salir al río para asearnos. Afeitarte con el espejo apoyado en una roca a la espléndida luz del sol primaveral y darte un buen chapuzón de medio cuerpo, sin las trabas de un cuarto de baño, era para mi un placer disfrutar de las cristalinas aguas del río. También intenté aprender a nadar con la ayuda de unos amigos de la parte de Saldaña y casi lo logré, pues sólo con el apoyo de un dedo lograba mantenerme a flote, pero como el miedo es libre, no tuve suficiente valor de lanzarme en aguas profundas en las que, según la opinión de mis amigos, lo hubiera conseguido.
En los descansos que hacíamos en la instrucción se acercaban muchas mujeres de clase baja que tenían en nosotros un apoyo de subsistencia, vendiéndonos unos bocadillos de cocina muy bien preparados, limpios y variados con los que reponíamos fuerzas a media mañana.
Por las tardes, que eran libres, también se podía merendar bien en los muchos bares que había. Recuerdo uno particularmente en el que servían unas grandes y muy bien cocinadas raciones de callos a la marinera que quitaban el hipo. Regado todo esto con el vino de la Rioja cercana y amenizado con la juvenil canción de algún recluta aficionado, nos hacía pasar la tarde agradablemente y volvíamos al campamento sin acordarnos del rancho de la cena.
Como coincidió esto en el mes de Mayo, una tarde al pasar por la puerta de una iglesia se percibían que estaban cantando el ejercicio de las flores. Picados por la curiosidad entramos y como la iglesia estaba llena nos quedamos atrás de pie. Mas cual no sería nuestra sorpresa, que cuando se apercibieron de nuestra presencia varios asistentes, muy amablemente, nos buscaron asientos en los bancos que ellos ocupaban.
Este detalle, os confieso sinceramente, me conmovió pues esto que puede parecer no tener importancia para un recluta con uniforme lejos de su entorno y con la impresión de haber perdido el contacto con el mundo paisano, me hizo volver a la realidad de la vida. Asistimos varias veces a las flores en esta iglesia, tanto por lo bien engalanada que estaba y el buen coro de cantores, como por la inmejorable acogida de la gente con los militares.
Extraño puede parecer este comportamiento a algunos de unos reclutas recién incorporados y la única explicación que puedo darles es que estos grupos de reclutas que se formaban al principio de la mili tenían un fuerte comportamiento gregario y donde iba uno íbamos todos, hasta que con el paso de los días se seleccionaba a los amigos y sus costumbres.
Lo mismo íbamos a las flores que otras tardes a las verbenas, cafés cantantes y a la única casa de “niñas”oficial que había en Miranda, situada a las afueras en una especie de chalé donde había mucha limpieza e inspeccionado el personal semanalmente por las autoridades sanitarias.
Las prácticas de tiro las hacíamos en un lugar donde se celebraban verbenas populares, un valle paradisíaco rodeado de pequeñas montañas cubierta de exuberante vegetación, cuyo fondo muy cuidado estaba tamizado por abundante hierba. Este lugar tan hermoso para un habitante de la meseta como yo me parecía profanarle con las prácticas de tiro que si las autoridades lo permitían era por ser un lugar idóneo para ello ya que poniendo las dianas sobre la pared rocosa se evitaba cualquier peligro.
Lo pasábamos muy bien los que no teníamos problemas para disparar, no así los nerviosos que no se atrevían y para hacerles perder el miedo les daban balas de fogueo para que se entrenaran. En este aspecto no tenía dificultad ya que el primer cargador que disparé de las cinco balas metí tres en la misma diana, figurando desde entonces en mi cartilla militar como tirador de primera.
Una vez fuimos de excursión a un pueblecito de la Rioja alavesa rodeado de unas excelentes y bien cuidadas viñas de las que lograban un vino tan excelente que muchos aficionados a la bebida les hizo coger una media curda.
Como despedida de los tres meses de instrucción, convertidos en perfectos soldados, desfilamos en formación de nueve en fondo por la principal calle de Miranda. Fue un acto muy emotivo en su parte positiva recibiendo los grandes aplausos de despedida que nos prodigaban mucha gente congregada en la calle, en lo negativo ver llorando a las pobres mujeres las que con nuestra partida se las terminaba la fuente de ingresos vendiéndonos bocadillos.
Con nuestra llegada cambió diametralmente el panorama en lo que respecta el aprecio del militar, ya que la gente estaba harta de su presencia masiva en las calles a las horas de paseo. Este comportamiento puede considerarse casi normal en una ciudad, que como Capitanía general, se concentraban casi todos los cuerpos del ejército con su secuela de veteranos, muy caras y prepotentes que con su comportamiento machista eran el terror de las chicas.
Recuerdo la primera guardia que hice en la puerta principal de la agrupación de intendencia donde pasé la mili. Mi aspecto no debía de ser muy aguerrido con el casco en el cogote porque me molestaba, la guerrera mal ajustada por la falta de uso y un sin fin de detalles que denotaban la poca experiencia del nuevo centinela.
Luego comprendí que aquello no iba conmigo pues estar toda la noche levantándote a intervalos para ocupar los puestos de guardia me era más molesto que estar sin dormir acarreando en el pueblo.
Un paisano veterano me propuso entrar en la oficina de la compañía con la aprobación del brigada jefe.
Como no sabía escribir a máquina, empecé extractando los oficios en los libros de salidas y archivando los duplicados. Con esto ya me libré de prestar servicio, he hice los primeros pinitos escribiendo a máquina los rutinarios oficios que siempre dicen lo mismo y te cansan enseguida.
Para uno como yo acostumbrado a los espacios abiertos del campo, las cuatro paredes de la oficina se me venían encima y opté por otro destino.
Al licenciarse un chico que estaba en el almacén de víveres del economato dependiente de la misma oficina antes citada, pedí al brigada que me pusiera en su lugar. De la noche a la mañana me vi convertido en dependiente de ultramarinos, peleando con las mujeres de los sargentos, que en aquellos tiempos de escasez, trataban siempre de lucrarse agrandando el vale del racionamiento que les daba aquel economato.
Como en la mili el que no roba es tonto, estas buenas señoras siempre iban provistas de esas botellas de anís del mono que seleccionaban muy bien para que todas hicieran más del litro. Nosotros mediamos el aceite con una bomba aspirante de vaso y aunque la llenaras a tope nunca se llenaban las dichosas botellas y ya podías discutir con ellas lo que quisieras, que siempre acababas dándolas un chorretón a mayores. Con el peso del arroz, azúcar, harina, café y otros alimentos que venían a granel, nos pasaba casi igual, nuestro jefe el brigada nos decía que teníamos que ser duros con ellas, pero cuando teníamos muchos clientes bajaba él para ayudarnos y tampoco era capaz de imponerse y le pasaba igual que a nosotros.
Hasta que no te ves tras un mostrador despachando a los clientes, no te das cuenta lo difícil que es contentar a todos, desde entonces admiro a los buenos comerciantes que derrochando amabilidad y fino tacto son capaces de atraer a la clientela.
Para que los vales de salida cuadraran con los de entrada teníamos que enjugar el desfase con lo que quitábamos en los vales del suministro a la cocina de la tropa, para lo cual el mismo brigada nos daba instrucciones para hacerlo. En la medida del aceite no debíamos de subir el émbolo hasta el tope y en la báscula de pesar al por mayor nos sacaba un apoyo en la palanca inferior de manera que si marcaba cien kilos no llevaban más de ochenta.
Esta maldita cadena de robos era consustancial en todos los estamentos militares y era progresiva cuanto más alto fuera el nivel del funcionario con quien trataras. Cuando nosotros íbamos a reponer suministro al depósito central de intendencia, a pesar de la advertencia del jefe que iba con nosotros para que estuviésemos atentos, siempre nos la mangaban con las más diversas tretas.
Como anécdota os contaré que suministrando cebada para los mulos del cuartel, para llenar los sacos teníamos que previamente picar la cebada con una horca para que cayera de lo alto de un muro que se hacía la cebada al hincharse con la mucha agua que la echaban.
Extrañado por aquel estado de la cebada, comenté con los compañeros:
- Esto parece el muro de las lamentaciones.-
Alertado por las risas de todos, acudió un sargento que muy serio me dice:
- Usted no sabe nada de cebada pues está tan seca como se produce.-
Si esto se lo hubiera dicho algún chico de ciudad ignorante de estas cosas podría pasar por verídico, pero que se lo diga a uno que le salieron los dientes atropando espigas de cebada y durmiendo alguna vez sobre su grano seco, tiene bemoles. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no contestarle pues hubiera faltado a la disciplina militar, que siempre había que aceptar aunque fuese a regañadientes.
Otro aspecto de la corrupción y peloteo lo demostraba que a los encargados del economato nos daban de comer gratis en una residencia de suboficiales de todo Burgos que había en el cuartel, sólo por que les diéramos los suministros con largueza, aunque fuera a costa del pobre soldado que es quién siempre acaba pagando los platos rotos.
Como estas labores de sisa requerían un cierto entrenamiento, al brigada no le hablaras de permisos y para lograr alguno, especialmente durante la siega, mis padres mandaban regalos para conseguirlo.
En vista de que estos regalos eran agradecidos pero inútiles, pues cuando llegaban aquí resultaban incomestibles, determiné dejar este buen puesto y pasar a asistente de comandante del grupo que para que no le faltara asistencia tenía a dos soldados con este fin que se alternaban los permisos cada mes, con lo que pasé a estar un mes en casa y otro en la mili.
Además de esta ventaja, que para mis padres era fundamental, pasé a disfrutar de una amplia libertad de entrar y salir del cuartel a cualquier hora, con la excusa de las hipotéticas llamadas del jefe. Llevarle la leche por la mañana y el pan al mediodía eran las obligaciones principales que tenía diariamente y cada mes el suministro del economato.
Mención especial merece contaros que el recipiente donde llevaba la leche era una especie de herbidera de aluminio con tapa, que para facilitar su traslado la habían puesto un asa de cuerda. Este cacharro, por su rareza, era muy conocido en el cuartel hasta por los oficiales de guardia, circunstancia que yo aprovechaba para salir y como casi siempre iba vacía, la guardaba entre las abundantes junqueras que crecían en el río Arlanzón que pasa junto al cuartel.
Con esta treta tenía libre toda la tarde-noche para disfrutar de mi afición al cine y como en algunos daban programas triples, asistía a ellos con un buen bocadillo para resistir impávido las tres proyecciones seguidas.
Todavía recuerdo una que se titulaba : “Miss Cristina Guzmán profesora de idiomas”que me impactó por relatar las peripecias pasadas por una pobre maestra que se ganaba la vida dando clases de idiomas a domicilio.
El vestir de paisano un militar en Burgos era todo un privilegio, al librarte de las abundantes vigilancias militares que llenaban las calles y espectáculos.
Quiero contaros algo del comandante Ángel Lázaro Guilarte y su familia, del que fui asistente hasta que me licencié. A pesar de su carácter reservado propio de los militares, denotaba una gran cultura y exquisitos modales por lo que se podía deducir que sus ascensos se debían más a los estudios en la academia militar, que a los méritos del escalafón por los años de servicio a los que comúnmente se les llamaba “chusqueros”. Vestía siempre el impecable uniforme militar con botas de medía caña y compensaba su corta estatura con un estiramiento de cuello y espalda que parecía agrandarle, especialmente cuando ejercía de jefe de día.
Como sabe todo aquel que haya estado en la mili, en todo cuartel con mucho personal rebajado de servicio, no se ve junta a la gente más que a la hora de comer, que es cuando más se esmeran en la cocina, por tener que llevar reglamentariamente la prueba del menú al coronel y al jefe de día.
Cuando ejercía como tal, mi comandante entraba en el comedor con aire marcial, con el sable sobre el hombro contestando militarmente a sus subordinados. Ahuecaba la voz de tal manera que no sé de donde podía sacarla, y su fuerte sonido me parecía extraño cuando lo comparaba con el suave murmullo que usaba familiarmente no oyéndole ni el cuello de su camisa.
Estaba casado con una señora de aspecto afable y bondadoso y tenían dos hijas, una de dieciocho años que ya empezaba a “bobear” con los oficialillos de la academia y la pequeña de trece, muy inquieta y vivaracha, que se interesaba en aprender las costumbres de mi pueblo que yo le contaba.
Para atender esta corta familia tenían a dos criadas, una de siempre que hacía de ama de llaves y cocinera y otra, podríamos llamar accidental, contratada como obra de caridad por la señora para que pudiera estar cerca de su marido.
Gran respeto y admiración me producían estas pobres mujeres, que en gran número dejaban a su pueblo y familia por hacer más llevadera la prisión de sus maridos presos en el tristemente conocido penal de Burgos. Mucha gente pasó por él después de la guerra pues casi su única función era retener a los presos políticos, que aunque la mayoría no tenían delitos de sangre, sufrían este castigo por tener ideas contrarias a la dictadura. Estas abnegadas mujeres, muchas de ellas de clase media, no las importaba entrar a servir en cualquier casa, con tal de poder visitar semanalmente a sus maridos y poder llevarles algo de comer estrictamente vigilado y a veces interceptado por la rigurosa vigilancia.
Esta criada de refuerzo me libraba de muchas obligaciones, que según dicen, eran obligación del asistente. Entre ellas limpiar las botas del comandante, cosa que nunca hice y alguna vez la criada me decía: - Mira que nunca limpias las botas del jefe
- ¿ Cómo voy a hacerlo, la contestaba si cuando vengo las tienes más limpias que los chorros del oro? – Y la decía: - Si alguna vez te empeñas en que lo haga no respondo del resultado :-
¿ No comprendes que teniendo cinco hermanas en el pueblo no he tenido nunca en mi mano un cepillo? .-
Con estas amables reflexiones me ganaba su afecto y como buena andaluza la gustaba quejarse, pero la faltaba tiempo para ayudarme en todo. Cierto día que el jardinero de la barriada había podado las cuatro acacias que había en el jardín de la casa, me puse a recoger la leña y partirla en trozos pequeños con un hacha. No sé si por recordar faenas del pueblo o por que estaba de buen humor, me puse a canturrear canciones y entre ellas la misa de Ángelis.Como estaba cerca de una ventana, me escucharon la mujer e hijas del jefe, y un poco sorprendidas de que un soldado corriente supiera cantar la misa y me invitaron a que pasara dentro para oírme mejor. Desde aquel día muchas mañanas me dedicaba un rato a enseñar a cantar a las hijas, con el beneplácito de su madre, el variado repertorio de canciones populares.Como prueba del trato casi familiar que esta familia me dispensó, os diré que cuando venía el otro asistente del permiso pronto, iba a pedir el mío. Aprovechaba que estuviesen reunidas en el salón la familia y si el jefe ponía alguna pega, su esposa siempre me apoyaba. Cuando él decía que me hicieran en el cuartel el escrito para firmarlo, echaba mano al bolso y le sacaba el permiso que ya había preparado poniéndoselo a la firma, disculpándome por no darme tiempo a coger el tren.El primer día que lo hice se me quedó mirando con una sonrisa benevolente como diciendo:- Mira que tiene cara, venir a pedirme permiso y traer ya el pase en el bolso.Con la apreciada firma salía disparado al tren y tan malas eran las combinaciones que me costaba una noche entera de peripecias para llegar a casa de madrugada.También debo recordar al comandante Molaguero, natural de Moratinos, muy apreciado en Burgos por su carácter sencillo y campechano, que tanto a mí como a los conocidos de estos pueblos procuró siempre ayudarnos cuanto podía. Recuerdo la pequeña terraza de su casa atestada de maletas que le llevábamos al empezar la mili y que recogíamos al licenciarnos. No daba nunca importancia a las muchas molestias que dábamos a su familia y siempre tenía la puerta abierta a todos sus paisanos que agradecidos siempre teníamos con él algún detalle.Como había ascendido desde sargento, sabía al dedillo todos los trucos y misterios de la cocina y rancho, por lo que cuando se incorporaban los nuevos reclutas durante los tres meses de instrucción, que era muy fuerte por tratarse del cuerpo de caballería, el coronel del cuartel donde servía le nombraba, fuera de turno, capitán de cocina por lo bien que daba de comer a los soldados, con el mismo dinero que otros colegas suyos no tan duchos en estas materias.
fueron tema muy manido.
Si se trata con mesura
puede ser entretenido.
En Burgos hice la mili
y en Miranda la instrucción
pues Burgos fue capital
de la séptima región
Parece tiempo perdido
lo que en ella nos pasamos
En Burgos hice la mili
y en Miranda la instrucción
pues Burgos fue capital
de la séptima región
Parece tiempo perdido
lo que en ella nos pasamos
pero muchos soñadores
con nostalgia recordamos.
Por aquí, antes de la mili
casi nadie se casaba
en cambio después de ella
esposa pronto se hallaba.
Muchos mozos de estos pueblos
que de aquí nunca salieron
aprovechando la mili
muchas cosas aprendieron.
De tanto les sirvió a muchos
que al pueblo ya no vinieron
asentando allá sus vidas
a la capital se fueron.
Que con la nueva reforma
en profesión convertida
sea útil para unos pocos
y a todos bien nos sirva.
Por aquí, antes de la mili
casi nadie se casaba
en cambio después de ella
esposa pronto se hallaba.
Muchos mozos de estos pueblos
que de aquí nunca salieron
aprovechando la mili
muchas cosas aprendieron.
De tanto les sirvió a muchos
que al pueblo ya no vinieron
asentando allá sus vidas
a la capital se fueron.
Que con la nueva reforma
en profesión convertida
sea útil para unos pocos
y a todos bien nos sirva.
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