domingo, 27 de enero de 2013

RECORDANDO A MIS TÍOS

Ya que he contado lo de mis abuelas, me parece obligado recordar el buen trato que recibí de mis queridos tíos.
Con el paso del tiempo se aprecia mejor lo que aprendí de ellos, y el cariño con que trataban de enseñarme lo que sabían sería muy necesario para afrontar los problemas que  la vida depara.
Que este recuerdo sirva de homenaje a todos ellos, y exprese mi más sincero agradecimiento.


Con un hermano de  mi madre, llamado Pablo, que vivía en San Martín de la Cueza, siempre tuve gran amistad y afecto, que perduró hasta el día de su muerte.
Además de su carácter abierto y afable, destacaría su afición a trabajar la madera. Si hubiera tenido los medios actuales y la formación debida, habría llegado muy alto en el diseño y construcción de toda clase de enseres.


 Aunque como buen labrador no descuidaba las faenas agrícolas, aprovechaba cualquier oportunidad para cultivar su afición.
Cuando iba a vender trigo a Sahagún, de regreso y por cuatro perras, cargaba el carro de mulas con los rachones y restos de madera que se vendían para quemar. Este material, que él cuidaba y secaba con mimo, le servía para practicar con las pocas herramientas que tenía y alguna otra que iba comprando con las pequeñas propinas que se daban entonces a los jóvenes y que él nunca gastaba en otra cosa.


Los  domingos, y cuando el invierno o los temporales impedían los trabajos en el campo, se recluía en el portalón del carro, donde había montado una pequeña carpintería.  Hizo allí un banco de carpintero con su torno para sujetar las piezas que trabajaba, un apoyo regulable para cepillar y armarios y cajones donde guardaba bien ordenadas las herramientas.
Me gustaba ver cómo un informe tronco, después de serrado, cepillado y pulido, se convenrtá en un mueble. Al principio no entendía por qué marcaba un número y un garabato en las piezas. Lo supe el dia en el que le vi calentando un cuenco, en el que echaba unas tabletas amarillas que desprendían un olor fuerte y desagradable. Mi abuela Nicasia le reñía:
-¡Pujetero! ¡Me vas a quedar sin lumbre!
Pero él lo retenía hasta que la cola estuviera líquida.  Marchaba entonces corriendo al portalón y, echando un poco en cada empalme, unía, según los números y señales, las piezas que tenía preparadas y conseguía hacer cualquier mueble.
Antes de casarse, preparó lo que podríamos llamar su "ajuar masculino". Arrendó una casa, y la fue amueblando con sillas, mesas, escaños, camas, armarios y una mesilla de noche con sus iniciales: P.B., pues él siempre afirmó que el apellido Vaquero se escribió desde antiguo con B.
Como distracción, queriendo hacer las cosas más dificiles, me hizo un carro de varas de tamaño reducido, al que no le faltaba un detalle. Lo que más le costó, por su enganche de hierro, fueron los peones, pero los consideraba necesarios.
Pintó de colores tanto las varas como las barandillas y deshojado. y tuvo el  capricho de ponerle hasta la tablilla con el nombre de San Nicolás y un número de matrícula.
Para ruedas, las de un trisurco; para tiro, aparejó a un perro grande que teníamos, muy tranquilo, con sillín, collerín y retranca; y para seguridad, una especie de cabezada-bozal.
Después de varios entrenamientos para que el perro se acostumbrara al tiro, hizo la exhibición por las calles del pueblo, con el consejo de no montar en el carro más que a algún chiguito, pues la potencia de la tracción no daba para más.
Ni que decir tiene que despertamos la admiración de pequeños y grandes en todo el pueblo por la originalidad y por lo bien que estaba rematada la obra.
Nunca olvidaré los buenos ratos que pasábamos, cuando me llevaba, ya de adolescente, al reclamo de la perdiz. Con su gran inventiva, había entrenado a una perdiz para que cantara desde dentro de una jaula y, por si fallaba, tenía como un pito de fuelle que imitaba muy bien su canto.



Nuestro sitio preferido era la pequeña caseta de una viña situada a mitad de una suave ladera, desde la que se dominaba tanto el valle como el alto.
Poníamos a la perdiz a unos cuarenta pasos y, si no cantaba, la estimulaba él con el pito. Tan pronto como los machos en celo escuchaban el reclamo, aparecían majestuosos volando en círculos concéntricos cada vez más cortos hasta posarse en el suelo.
Desde nuestro escondite, era un espectáculo ver cómo se acercaban con las plumas erizadas para aumentar su tamaño, arrastrando las alas y levantando el pico en un galanteo admirable.
Si se juntaban dos machos, era un delirio de exhibiciones y peleas para conquistar a la hembra. Ciegos por el instinto de aparearse, no se daban cuenta de que la que querían para pareja era inaccesible  en su jaula. Una escopeta de cañones cortos ponía triste fin a tan fogosas manifestaciones.
Los  pueblos que no estaban cerca de una carretera, quedaban practicamente aislados. Los coches y demás vehículos modernos no servían para transitar por aquellos caminos de barro. En esas condiciones se encontraba San Martín de la Cueza hasta años después de la guerra, cuando las Diputaciones fueron abriendo caminos vecinales.
Recuerdo los ratos que pasábamos jugando con mi prima Consuelo, hija mayor de mi tío, cuando la bajaba los domingos con él. Aprendía enseguida cualquier juego que la propusiéramos. En la escuela era de las mejores, bien dirigida por una maestra que estuvo muchos años en San Martín y que la amadrinó poniéndole su nombre.
Con estas cualidades, era natural que fuera muy querida por todos. Grande fue el dolor que sentimos cuando una enfermedad acabó con su joven y prometedora vida.
Achacamos estas desgracias a fatalidades del destino pero otras veces buscamos causas inexistentes.
Fue así   tremenda la obsesión de mi abuela Nicasia. Recriminaba a mi tío por no haberla bajado a San Nicolás para ser mejor atendida por el médico. Quisiérase o no en estos casos siempre queda la duda de si se podía haber hecha más por ella.
Otra dificultad que tenían estos pueblos aislados, era poder vender sus productos cuando tenían su aceptación en el mercado.
En cierta ocasión le oí comentar a mi padre:
-¿Has vendido el sobrante de este año? -Preguntaba mi tío a mi padre.
-Casi, casi, solo me queda un poco,
-¿Y qué tal anda de precio?
-Creo que bastante bien, en cuanto pase el invierno puede bajar.
-Eso también temo yo, pero ¿cómo lo vendo yo en aquel pueblo?
-Avisa a un pequeño comprador de Sahagún que lo pueda sacar con carro.
-Ya lo hice, y un día por otro nunca lo hacen. No quiere ya nadie trabajar no siendo con camiones.
-Entonces, ¿qué piensas hacer?
-No veo otra solución que bajarlo aquí para venderlo mejor.
-No se hable más, que mañana suba el chiguito con el carro y entre los dos lo bajáis mejor.
A la mañana siguiente enganché el mejor par de mulas que teníamos para el carro de par, pues sabíamos que los caminos estaban muy difíciles.
Durante la noche había llovido, pero el sol lucía en un cielo limpio. Cuando subí el Otero, se veía a lo lejos, en los valles como una pequeña niebla que procedía de la tierra cargada de humedad, al calentarse con los tenues rayos del sol.
Cuando subí la loma y divisé San Martín, noté el cambio notable que se produce en tan poca distancia.
Una fría brisa, producida en los páramos del norte, se encajona por toda la Cueza abajo, dándote la sensación de estar en una región diferente.
Cuando llegué, mi tío lo tenía todo preparado, el trigo envasado en unos sacos bien atados dispuestos junto a la escalera que hacía como de muelle. Puestos a cargar no echamos en el carro más de seis sacos, y yo, pareciéndome pocos le dije: “como no carguemos más vamos a tener que echar muchos viajes”. Él, con mucha práctica dijo:
“No podemos cargar más porque si al subir la cuesta del camino Villada nos atollamos y resabiamos a las mulas en la subida, puede ser que tengamos que cargar menos.
-¿Pues tan mala es esa cuesta?
-Bastante, y debemos tomar precauciones. Yo iré delante y ya verás como antes de que se agoten las mulas en la subida, la paro un poco para que se repongan y así suban mejor.
-¿Y si a mi pareja las paro y no vuelven a arrancar?
-No temas, las he visto trabajar y subirán tan bien o mejor que las mías.
Con estos sabios consejos afrontamos la temida cuesta con las paradas previstas, y mi pareja, no acostumbradas a estos caminos, respondió según predijo mi tío.
Quisiera explicaros un poco la dificultad, que después comprobé, tenía esta subida.
Debido a la erosión del agua se había convertido casi en una reguera, con fuertes linderones  a ambos lados que te impedían el cuarteo lateral.
Además su piso era de un barro arcilloso y pegadizo, que con la humedad, se pega a las ruedas como una lapa. Los cascos de las mulas, al despegarse de aquel barro, emitían un sonido como de ventosa que aumentaba el esfuerzo a desarrollar en la dura cuesta.
Sin novedad, llegamos a San Nicolás y repetimos el viaje varias veces pero sin propasarnos a cargar más de ocho sacos.
Varios años fui en mi juventud a la fiesta de San Martín, que por ser a la entrada del invierno tenía otro ambiente que la de San Nicolás, que se celebraba en verano. Además del buen trato del que disfrutaba, tanto de mis tíos como de toda la familia, notaba en la gente una manera de ser abierta y campechana.
En las largas noches invernales, sin luz eléctrica, los mozos encendían una hoguera que calentara y diera luz en el baile, que entonces se hacía a la puerta de la iglesia.


El tío Heliodoro, suegro de mi tía Felisa, después de cenar el día de la fiesta, se armaba de una fuerte garrocha de roble, con una buena porra al extremo, y salía a vigilar los leñeros que tenían los vecinos en la calle, para que los mozos no se cebaran solo en uno y el gasto se repartiera entre todos.
Una cosa que a mi tío Pablo le encantaba era salir al poco rato a vigilar a los vigilantes y nos pasábamos un buen rato de ronda por el pueblo, adivinando los escondites de estos guardianes improvisados.
Desde lo alto,en la puerta de la iglesia, a la luz trepidante de la hoguera, el baile ofrecía un aspecto fantasmal. Pero si te acercabas, lo veías animado por una juventud deseosa de divertirse, aunque solo fuera los días de fiesta.
Casi siempre vi tocando en ella a unos tamboriteros, que eran de los Melgares y a los que llamaban los Curros. Con sus canciones tradicionales, tanto en misa como por las calles, daban al pueblo un animado ambiente de fiesta.




Cuando el bueno de mi tío me veía bailar con alguna chica que no le parecía bien, me lo decía con confianza, pues todo le parecía poco para mí.
En el momento en el que el baile empezaba a decaer, nos íbamos a la cantina, que entonces estaba en casa de la tía Nicasia. Pasábamos un rato viendo jugar a la banca, juego de mucha tradición en esta fiesta, al que acudían muchos aficionados de los pueblos limítrofes. Ellos contaban que iban a ganar el dinero necesario para comprar una  cecina. Claro está que lo decían sólo cuando ganaban y no así cuando perdían.
Cuando a la mañana siguiente mi tía Felisa me servía un espléndido desayuno, me preguntaba qué tal le había ido el juego al tío Heliodoro, que era un buen aficionado. Yo rehuía darle una contestación clara; pero ella, con intuición femenina, siempre acertaba si había ganado o perdido, guiándose por la hora de llegada a casa. Si llegaba pronto, decía:
-Esta noche le han pelado.
Y si llegaba tarde pensaba lo contrario.
Desde muy antiguo hubo en San Martín una cofradía  de "Hermanos de San Francisco". Todos los domingos de Cuaresma se juntaban todos los cofrades y celebraban los Ejercicios.
Una tarde subí a verlos y me impresionó. En la penumbra de la iglesia, alumbrada solo por unas velas, se ponían en dos filas y, después de recitar muchas oraciones a San Francisco, dos de ellos, uno con un crucifijo y el otro con una calavera, se los mostraban a cada uno, mientras el primero decía:
-Este es el Señor que nos ha de juzgar.
Y el segundo decía:
-Y en esto hemos de venir a parar.
Mi tío y yo nos ayudábamos mutuamente, tanto en los trabajos como en cambiarnos aperos que a uno le eran inútiles y a otro le servían. Recuerdo un arado grande, de camba de hierro, que yo tuve tirado muchos años y mi tío lo convirtió en uno bueno. Y él me trajo un arado pequeño que yo necesitaba para arar las viñas.
Astiles de roble para mangos de herramientas nunca me faltaron, pues él buscaba entre las matas, los secaba a la sombra y me los traía ya preparados para usarlos.

 
Muchos años vino a ayudarme a esquilar, tarea poco grata y que yo agradecía; porque además de llevar todos una buena riñonada, podíamos con su ayuda acabar la faena en un día para que el rebañopudiera salir pronto al campo.
Cuando llegó la luz eléctrica a estos pueblos, uno de los primeros fue Moratinos. Yo tuve que mandar a un electricista que pusiese la instalación. Pero siempre fue grande mi curiosidad por aprender cosas.
Así que cogí el truco a los empalmes, y procuré ayudar a la familia, poniéndoles la instalación a mi padre en San Nicolás y a mi hermana Primi en Escobar. Subí a San Martín y con dos explicaciones mis primos Ángel y Joaquín lo aprendieron enseguida.
Cuando mi tío, ya retirado, asomaba al Turumbón y me veía trabajando en el majuelo de las Picardías, se acercaba hasta allí, llenando los bolsos de grana de tomilla, que decía era muy buena para las perdices, y matábamos la tarde charlando al remanso de un montón de manojos.
Pasados unos años bajó a vivir con su hija Margarita, a San Nicolás. Si averiguaba por dónde andaba yo trabajando, manteníamos contacto.
Cuando cayó enfermo, seguí visitándole. Una veza acompañé a mi prima que le hacía unas curas; y yo, que soy de lágrima fácil, tuve que esforzarme para contenerme y no impresionarle.
Imponía ver a aquel hombre, que siempre derrochó salud y actividad, consumirse lentamente en el lecho del dolor.
Admiré siempre el valor, dedicación y entereza de mi prima para cuidar a sus padres en los últimos días de su vida.

En su honor les dedico estos versos


Yo tuve un tío querido
que Pablo se llamaba.
Él de niño bien me quiso,
yo de mayor respetaba.

Con gran pericia y deleite
la madera trabajaba,
 y con solo cuatro astillas
muchos muebles fabricaba.

Muchos juguetes me hacía,
incluso un carro de varas,
transportado por un perro
que muy bien aparejaba.

A reclamo íbamos juntos,
de la perdiz castellana,
buscando la mejor hora,
por la tarde y de mañana.

Si a San Martín yo subía
y de allí trigo sacaba,
en el tiempo de esquileo
a Moratinos bajaba.

A la espalda su mochila,
sus tijeras transportaba,
y con soltura y pericia
mis ovejas esquilaba.

Muchas veces cambiamos,
tanto arado como apero;
nunca nos importó nada
la ganancia o el dinero.

Guapa, rubia y vivaracha
era mi prima Consuelo;
que los que aquí te lloramos
nos consueles desde el cielo.

Siempre fue tía Felisa
conmigo muy complaciente,
y yo le correspondía
siendo su gran confidente.

En San Nicolás descansa,
junto a su esposa Felisa;
que a todos sus familiares
de buen ejemplo nos sirva.




jueves, 3 de enero de 2013

LOS ABUELOS DE SIEMPRE


Viendo la preponderancia que han cogido en estos tiempos de crisis, me parece oportuno escribir algo sobre ellos.
En la familia, que siempre ha sido el principal sostén de la sociedad , tienen un puesto de privilegio, siempre después de los padres, pues con ellos se complementan dos edades tan dispares en la vida del hombre.
Ellos representan la experiencia adquirida con el paso de los años, y en cambio los nietos dan los primeros pasos de su existencia. Esta conjunción maravillosa hace tan útil este trato, que al abuelo le sirve como relajo y sentirse útil, haciendo lo que cree más conveniente para el nieto, que sin darse cuenta va asimilando las pautas que la vida necesita.
Los padres siempre procuraron el bienestar de sus hijos y para conseguirlo emplean todo su tiempo en conseguir un mejor nivel de vida, a veces con demasiada vehemencia, que les impide el trato necesario de convivencia con los hijos.
Esta carencia es comentada por los abuelos como pude apreciar hace ya 75 años disfrutando del cariño de dos abuelas, que suplieron a los abuelos, el paterno llamado José que ya había fallecido, y el materno Joaquín, que al contar con solo tres años, tengo algún pequeño recuerdo de él.
Para que los jóvenes aprecien el papel que en todo tiempo han tenido los abuelos contare los felices recuerdos que me dejaron mi abuela materna Nicasia y mi abuela paterna Patricia.


LAS ABUELAS


MI ABUELA NICASIAHay un refrán popular que dice: el que no conoció a sus abuelas no conoció cosa buena. Y yo tuve la suerte de disfrutar de las dos, que eran a cual mejor.
Mi abuela materna, Nicasia, mujer muy mañosa, me enseñó muchas cosas prácticas y útiles en la vida.
Cuando los frutales de la huerta estaban cuajados de flores y de frutos incipientes, y se presentaba un amanecer raso con bajas temperaturas, en un balde de cinc preparábamos una fogata, para que el calor y el humo evitaran la congelación.
El palomar de palomas zuritas, que aquí llamamos bravas,procurábamos defenderlo de los muchos enemigos que tiene. Los tordos,proliferan de tal forma que podían acabar con ellas, por lo que en época de cría me subía al tejado y casi en cada teja quitaba un nido,que tiraba al suelo. Mi abuela, provista de un gran escriño, los iba recogiendo y rematando, si alguno no moría al arrojarlos contra el suelo.
En la lucha contra gatos y otras alimañas, daba también muestras de su inventiva. Además de poner unas chapas en las equinas del palomar para dificultar la escalada por fuera, sobre el que colocaba una chapa sustentada por una palanca exterior, de cuyo extremo,colgado de un alambre, ponía un trozo de carne, en el lado opuesto de la entrada. Cuando los gatos, viendo por el agujero el cebo, entraban para comerlo en el cajón, activaban como un gatillo que cerraba la puerta y quedaban así atrapados. Un saco puesto a la entrada recogía al felino, y un buen garrotazo acababa con sus correrías.
Cuando maduraba la uva, era costumbre ir a guardarla hasta la vendimia. Para ello había en la viña una caseta, que servía para defenderse lo mismo del calor que del frío, y para cocinar en un rincón una comida caliente. Para que el tiempo se la hiciera más corto, le acompañaba yo muchas veces y lo pasábamos bien. Los primeros días cortábamos unas hermosas tomillas, con las que cubríamos el suelo de la caseta,logrando un mullido asiento, confortable como un diván y con un agradable y fuerte olor.

















En este ambiente, tan propicio para la lectura, mi abuela siempre tenía a mano el Promotor, revista mensual para fomento de la devoción a la Sagrada Familia, en la que se publicaban historietas no exentas de gracia, que en aquella época gustaban mucho. Las doce publicaciones de cada año las cosía con un caudillo y logró en unos años una colección que ofrecía orgullosa a sus convecinos. La lectura de la conocida novela Genoveva de Brabante, que leyó varias veces, le producía un gran llanto. Yo le preguntaba : -¿Por qué llora, abuela? Ella respondía:-¿No he de llorar? ¡Con lo buena que es esa santa y lo malo que es Golo¡-Y tanto mal le hizo?-¡Mucho¡. Cuando marchó su marido a la guerra, Golo, por no acceder asus pretensiones amorosas, la encerró en un calabozo y en él dio a luz a Tristán, hijo del marqués. -¿Cómo le puso un nombre tan raro?-le preguntaba ,-Un niño que tiene que nacer en un triste calabozo, no puede llevar otro nombre-me contestaba. En este tono lastimero me contaba toda la emotiva novela, que casi aprendí de memoria.




















Para satisfacer mi curiosidad por las cosas de la naturaleza, iba a un lugar cerca del majuelo, en el que se levantaban unos grandes albarones y zarzas, que servían de refugio a las muchas perdices que entonces había. Una vez, estando contemplando los laberintos que estas aves forman entre la maleza, un milano real, que es la rapaz más común en esta zona, planeaba majestuoso buscando sus presas favoritas. Alertadas por el peligro, una bandada de hermosas patirrojas intentaba alcanzar el albarón donde yo estaba: y, presas del pánico, casi chocan contra mi.Desconcertadas por la sorpresa, pude contemplarlas muy de cerca,admirando su hermoso plumaje y gran potencia de vuelo, complementadapor su rápida carrera en tierra.















El campo de Sahagún estaba entonces mal labrado y crecían en él gran cantidad de plantas silvestres. Del espino andrinero, a la sazón lleno de sus pequeños frutos negro-azulados, muy ásperos al paladar,se elaboraba modernamente el pacháran. También crecía la zarzamora en sus dos clases: la rastrera, de fruto blando y muy dulce, y la trepadora, de fruto más duro y diferente sabor. El albarón o majoletar, ya citado, es el que más altura alcanza de todos los nombrados, por lo cual era usado tanto como para librarse de la lluvia como para buscar una buena sombra.














Cuando sus majoletos maduran, toman un color rojo intenso, que contrasta con el verde oscuro de las hojas, por lo que se ha convertido en planta decorativa de jardines. Era tal su abundancia, que en los tiempos de la guerra los panaderos de Sahagún los usaban para alimentar sus hornos. La zarza, de porte más bajo y con curvas espinas, se defiende mejor que el albarón del embate de los rebaños. A sus frutos,bastante grandes y llenos de peludas semillas, le llamábamos tapaculos. Eran apetecidos por las ovejas, que a veces quedaban enzarzadas al tratar de comerlos. No era raro ver alguna oveja presa e inmovilizada por las púas clavadas en la lana; y, si el pastor no se daba cuenta pronto, corría el peligro de que al día siguiente se encontrara con la sorpresa de que las pegas habían comenzado a comer su presa por la parte más blanda, es decir, sus ojos, con lo que el animal quedaba condenado al sacrificio.
Entre los arbustos menores destacaba la tomilla, que se hacía tan grande que en alguna ocasión te libraba de algún chaparrón, si sabías situarte adecuadamente. Con tan exuberante vegetación, no era extraño que abundaran los rebaños de ovejas y la caza menor, con menos presión de cazadores que actualmente. Era muy abundante, sobre todo en perdices, liebres y algún conejo. Tras esta digresión botánica, y cuando más ensimismado estaba curioseando el armonioso conjunto que me ofrecía la madre naturaleza, oí la voz de mi abuela, que me llamaba desde la caseta para comer.Cuando llegué, tenía cocinado un buen puchero de arroz con conejo, del que dimos buena cuenta, sentados sobre el mullido asiento de las tomillas. Como postre nos tomamos unos racimos de la temprana malvasía, que mi abuela, sin pisar mucho el majuelo, había recogido.














A propósito de no pisar, los guardas y cuidadores de majuelos tenían la costumbre de no dejar entrar en la viña ni al mismo amo de ella hasta que no se vendimiara, pues una viña no pisada demostraba que había sido bien cuidada. De ahí las fatigas mías y de mis hermanas, cuando intentábamos coger unos racimos en nuestros majuelos.
Se contrataba entonces, como guarda de las viñas del pueblo, a un señor ya de edad, el tío Periquines, hábil y ducho en estos menesteres. Montaba su puesto de observación en un alto que dominaba todo el pago, y para su comodidad levantaba con cuatro palos como una tienda de campaña y la forraba con tomillas. Colocaba estratégicamente varias de ellas, que se llamaban cachaperas, y él se situaba en una u otra según el movimiento que viera de personal y pastores. Cuando pasaba de una a otra, ponía en la que dejaba, con mucha astucia, una chaqueta vieja y su gorra, que de largo parecía su silueta: y si te confiabas, creyendo que estaba lejos, se te plantaba de pronto delante y te dejaba helado.
En nuestro caso, como salíamos del pueblo en grupo, nos vigilaba de largo y, antes de acercarnos, venía corriendo y silbando como un condenado, y nos causaba la misma impresión que si nos hubiera pillado cometiendo un crimen.
Para más inri, le regañaba a mi padre diciéndole que intentábamos “correrle las uvas.” Ante una estrategia tan perfecta, ideamos contrarrestarla con otra mejor. Salíamos del pueblo de uno en uno y espaciados, para no llamarla atención; y por un arroyo que había cerca del majuelo, nos deslizábamos agazapados hasta las cepas, y a fe que las uvas que comíamos nos sabían a gloria, aunque no estuvieran maduras sólo por haber burlado la estrecha vigilancia de que el tío Periquines se jactó en los muchos años que ejerció de guarda. Mi abuela siguió tan laboriosa hasta el día en que nos dejó,siempre cuidando sus gallinas y conejos, pues nunca la vi sin hacer
algo.




MI ABUELA PATRICIA
De esta abuela paterna guardo también buenos recuerdos, tanto de cuando vivía en su casa como de los últimos años de su vida, que pasó con nosotros. Destacaría de ella su amor por la cocina, con lo que lograba que los alimentos de baja calidad, tras pasar por muchas manipulaciones y largas horas de fogón, se convirtieran en exquisitos guisos, que compartía encantada con todos. Siempre me maravilló que una mujer que no sabía leer ni escribir tuviera tanta agilidad mental y tal facilidad de palabra. Cuando un tema le interesaba, aunque fuera difícil de tratar, le daba los enfoques necesarios para con mucho tacto y respeto enterarse de lo que pasaba, estableciendo además una buena relación con todo el mundo.Cuando le preguntábamos por qué no había aprendido a leer, decía:- Entonces a las mujeres no nos dejaban ir a la escuela.- Y sus padres ¿cómo no le enseñaron?- Porque estaban convencidos de que a las mujeres no les hacía falta aprender esas cosas.Una pena haber nacido en aquella época y no poder aprovechar sus condiciones naturales. A pesar de ello, se defendía bien en el manejo de monedas y billetes y hasta en algún breve escrito. Como entonces no había pensiones de vejez, hacía milagros con la pequeña renta que de sus tierras le daba mi padre, por lo que también pequeños impuestos que le cobraba el Estado le sabían muy mal y comentaba airada:-¿ Cómo puede ser que me cobren de contribución seis duros cada tercio?Cuando la guerra, el alguacil pasaba por las casas cobrando un impuesto que tenía guasa por su nombrecito: Impuesto semanal del día del plato único y sin postre.
Mi abuela no pagó nunca un duro, ni el alguacil se atrevía a pasar por su casa, pues el primer día le quiso explicar de qué se trataba, ella le despidió con cajas destempladas: -¿No le da vergüenza al alcalde cobrar este impuesto a una pobre viuda que no puede comer más que un pequeño y único plato cada día y que no sabe lo que es el postre?
El rechazo fue tan general, tanto en los pueblos como en las capitales, cuyos restaurantes no se abrían en los días señalados, que quitaron el tal impuesto al poco tiempo.
En la fiesta del pueblo, mi abuela se sentaba a la puerta de su casa sobre una silla de anea, luciendo amplios manteos, cuyos pliegues le llegaban a los pies. Llevaba sobre los hombros una esponjosa toquilla, cuyas puntas cruzaban su busto y se sujetaban con eleganciaa la cintura. Su rostro, alga arrugado, denotaba la blancura que debió tener de joven, así como los finos hilillos rojo-morados de sus mejillas. Sus orejas, con lóbulos rasgados de arriba a bajo, delataban su coquetería juvenil, al haber usado largos y pesados pendientes. Sus ojos, de mirada limpia, había conseguido mantenerlos lozanos con métodos antiguos pero efectivos. Conservaba todavía una abundante cabellera blanca, que recogía en un trenzado moño bajo la nuca.
Los grupos de mozos y mozas que iban al baile, al pasar por la calle, casi todos la saludaban; y a los que no, los atraía con una frase ocurrente. La tía Patricia era una institución en el pueblo y un rito obligado dirigirle un saludo. Ella correspondía con su amena charla, haciendo pasar un buen rato al que se le acercaba. Cuando ya se había enterado de los pormenores de familia y noviazgo, les despedía amablemente deseándoles se divirtieran en la fiesta lo más posible.
A pesar de su buen carácter, no se dejaba convencer tan fácil y,si estaba segura de tener razón, se la cantaba al lucero del alba.
Cuando vivía en nuestra casa, fue a visitarla un grupo de sacerdotesde la zona: D. Ángel, el cura del pueblo; D. Cremencio, sobrino carnal de ella y que tenía rasgos de carácter parecidos; y D. Florentino,hijo también del pueblo. Sentados todos alrededor de la mesa,charlaban amigablemente, hasta que D. Ángel, con el tono impositor de que hacía gala, empezó a contar anécdotas con las que ella no estaba conforme. Ni corta ni perezosa le dijo:- Mire: no me cuente más historias, porque es usted un poco mentirosazo.Al oírlo, D. Cremencio, que era muy campechano, dirigiéndose a nosotros con un gesto expresivo con su mano abierta, exclamó alarmado:- ¡ Nos mató!Y trató de terminar la visita. Excuso decir cómo se puso D. Ángel al llamarle mentiroso delante de unos curas que habían sido sus discípulos. Mi abuela trató de suavizar el calificativo anteponiéndole“un poco” pero no renunció a expresar su opinión, ni delante de tres curas, que en aquellos tiempos tanto predicamento tenían ante la gente.
Le gustaba también visitar a los enfermos, a los que procuraba entretener, si su enfermedad lo permitía. Con los niños era con los que más se volcaba. Para estimularles a tomar las medicinas, las probaba ella, diciéndoles que estaban muy ricas, aunque fuera aceitede hígado de bacalao, como el que yo tomé de pequeño que sabía a demonios.
Pero me viene la duda de que si esa costumbre de probar las medicinas era sólo para animar a los enfermos. Teniendo en cuenta que ella nunca estuvo enferma, ni tomó siquiera una aspirina, sospecho que lo hacía por la curiosidad de probar su sabor. Desde siempre la conocí sin un solo diente en la boca, ni dentadura postiza alguna.
A mí me maravillaba ver que, con sólo las encías endurecidas, lograba masticar los alimentos. Cuando en la mesa había un trozo de pan miejón, no tomaba a bien que dijéramos era para ella por no tener dientes. Para llevarnos la contraria, comía de cantero, como nosotros.
Como pasaban los años y no tuvo ni un pequeño catarro, mi madre consultó con D. Pepe, médico que tuvimos en el pueblo muchos años,sobre como actuar en un caso extremo. Con el gran conocimiento que tenía de la salud de cada uno, no le recomendó sino que procurara se levantara mi abuela todos los días: y que , si pasaba dos días sin ganas de hacerlo, avisara a la familia,pues se acercaba el final desenlace.
El pronóstico se cumplió al pie de la letra: y cuando fui a por elcertificado de defunción , me preguntó D. Pepe si mi abuela había tenido algún dolor o síntoma externo, para intuir la causa de la muerte. Ante mi respuesta negativa comentó:-¿ De que pongo que ha muerto?Después de pensarlo un poco, escribió: “causa de la muerte: debilidad senil.”
Si es cierto el refrán que dice: “no es más rico el que más tiene,sino el que menos necesita,” mi abuela fue millonaria por hacerle falta tan poco en los noventa y tres años que disfrutó de vida tranquila, sin el ajetreo y estrés que actualmente sufrimos. Envidio su suerte, al no tener en ese trance supremo ningún dolor ni fatiga alguna, muriendo placidamente como una vela que apaga la sola brisa de la naturaleza, que exige morir a todos los que hemos nacido.

En honor a ambas compuse este pequeño poema
.


El nombre de mis abuelas
era Nicasia y Patricia
mucho siempre me enseñaron
para valerme en la vida.
 
 
Mi abuela Nicasia fue
muy hábil en muchas cosas
pero a tratar bien la lana
le ganarían muy pocas.
 
 
Las pocas ovejas negras
que en el rebaño tenía,
aprovechando su lana
muchas prendas ella hacía.
 
 
Si la lana era muy fuerte
la tenía que cardar,
para que así preparada
mejor la pudiera hilar.
 
 
Los ovillos blanco y negro
al torcer siempre juntaba
y un hilo muy atrayente
sin teñir así lograba.
 
 
Con cuatro agujas hacía
los guantes y mantones,
para librar nuestras manos
de grietas y sabañones.
 
 
Tuvo mi abuela Patricia
en la cocina su fuerte,
y sin saber muchas cosas
asombroso don de gentes.
 
 
Cuando algún lechazo falló
su blanda carne nos daba,
procurando endurecerla
con mucha maña guisaba.
 
 
Los pocos barbos y peces
que este pobre río daba,
el fuerte sabor a lodo
con su guiso bien quitaba.
 
 
De todos nuestros mayores
buena enseñanza tenemos,
y nunca nos avergüencen
por mucho que progresemos.
.