sábado, 28 de febrero de 2015

MULTIUSO DEL "CASTILLO" DE MORATINOS



Desde tiempo inmemorial los castillos tuvieron siempre como fin principal servir de refugio contra todos los enemigos que tuvieran los pueblos cercanos.
Aunque este castillo es un tanto especial, pues carece de almenas, también tuvo esta faceta en los años de la guerra, pues los vecinos de Moratinos, con la ocasión de la explosión de un camión cargado de bombas para el frente Norte.  
Fue tan cerca de aquí, que se vio hasta el humo y el tremendo ruido de la deflagración por lo que muy asustados buscaron refugio en la amplia bodega que hoy se ha convertido en el restaurante el Castillo.
Otro uso que este castillo pudo tener en los años de la posguerra fue cuando el Alto Mando del Ejército mandó una comisión técnica para estudiar la posibilidad de hacer en él un gran bastión defensivo. 
Examinando su conjunto se dieron cuenta de la facilidad de poner todas las bodegas en comunicación, ya que la mayoría de ellas al terminar de picarlas se encontraban con las del vecino, por su dirección concéntrica, y como solución más práctica cubrieron el hueco con un tabique de adobes.
Este plan estratégico no llegó a realizarse, pues el frente de la guerra civil no pasó de la parte Norte de nuestra provincia. Pronto la ofensiva se dirigió al País Vasco y toda la costa del Cantábrico, quedando todo el centro como zona nacional, desde la cual partieron todas las ofensivas hasta terminar la guerra.
Otro uso que tuvo este castillo fue el de esconder los alimentos cuando la ocupación francesa recorría estos pueblos buscando avituallamiento.
De aquella época debió ser la construcción de lo que aquí llamamos "silos", por tener esta zona un subsuelo muy fuerte y libre de filtraciones de agua.
Según he visto en los existentes en San Nicolás, todos tienen una construcción muy detallada. Para que tuvieran una gran facilidad para el camuflaje empezaron a picarles con un diámetro en la boca de unos cincuenta o sesenta centímetros como máximo. Luego su diámetro se iba ensanchando gradualmente, y hacia la mitad de su profundidad se iba acortando hasta quedar en el fondo con un diámetro de unos dos metros.


Cuando entrabas en su interior para sacar el grano de lo que estaban llenos, te daba la impresión de que estabas metido dentro de un cántaro grande de los que se usaban para el agua o para medir el vino, pues su forma era casi igual.
Estos silos servían como escondite especial si estaban ubicados en las bodegas.
Como reliquia del pasado conservo uno en mi bodega que viendo su posición en ella se da uno cuenta de lo que en caso de necesidad la mente humana es capaz de inventar para poner a salvo en su interior los alimentos que podrían necesitar medio pueblo.
Otros grandes servicios prestaron siempre estas bodegas además de servir para la elaboración del vino por tener una temperatura constante de unos siete grados.
Esta temperatura tan baja también servía para matar el coco de toda clase de leguminosas descartándose cualquier otro método de insecticida artificial.
Cuando se amasaba el pan en casa para unos quince días se llevaba a la bodega, para su mejor conservación. También los productos de la matanza como chorizos, jamones, cecina y otros muchos después de curados no se resecaban por el ambiente fresco que recibían.
Este uso tan múltiple hacía que por lo menos tres veces al día se fuera por el vino fresco para el desayuno, comida y cena. Como todas tienen el mismo servicio al ir o al venir siempre se encontraba la ocasión de hablar con algún vecino.


También cuentan que la mocedad anterior a la nuestra, al no tener cantina o centro de reunión se juntaban en estas bodegas alternativamente para merendar y pasar el rato.
Como algunas familias tenían dos bodegas, las veintiuna existentes no daban para todos los vecinos teniendo que arreglarse cada uno a su manera.
A este respecto quiero recordar con mucho agrado a dos cuñados vecinos que se arreglaban con una sola donde guardaban y gastaban su vino en envases distintos  y conservaban los alimentos tan sensibles que he contado, no teniendo nunca la más pequeña desavenencia. Esta conducta confirma el comportamiento de profunda honradez, que sin alharacas, se usa en estas tierras.

Más de los temas de la vid en el blog del 8 de Diciembre del 2008.

sábado, 21 de febrero de 2015

LA VENDIMIA Y ELABORACIÓN DEL VINO


  Gran tradición festiva tenía esta faena en esta comarca hace años, pues las familias se juntaban para hacerla en común, celebrándose en la cena como una pequeña fiesta familiar.
  También era corriente que se invitara a familiares y amigos donde no se da este cultivo, que acudían encantados a participar en la faena y en las costumbres tradicionales que conllevaba. 

Por la noche, después de la vendimia, como había muchos invitados se celebraba un animado baile en el que se conocían los jóvenes de diferentes sitios y a veces llegaban a intimar tanto que acababa en boda.
  Muy comentada era la frase: “vendimias vendimiares, cuantas van hijas y vuelven madres”. La maledicencia en estos temas suele ser grande y con algún caso aislado que se diera tenía suficiente para generalizarlo.
  

Otra costumbre muy usada era la “lagareta” que consistía, el último día de vendimia, los jóvenes de una cuadrilla pintaban a las mozas de las suya u otras cuadrillas con las uvas de tintorro que ya os he hablado. Con el afán de emulación y cortejo que priva en la juventud, a veces se entablaban batallas amistosas entre cuadrillas, en las que también los mozos acababan bien untados, ante la fiesta y regocijo de los mayores.
  

Aquí la vendimia se hacía por parejas, para llevar mejor el terrero por el líneo adelante. Cuando este se llenaba se decía en voz alta “terrero”, que servía para que los encargados de hacerlo lo llevaran hasta los “cestos” grandes que se llenaban en el carro.
  Cuando se juntaba la uva en una misma lagar de dos o más cosecheros, esta misma voz servía para contar los terreros que cada uno aportaba. Una persona de cada parte, provista de un palo verde, con la navaja o tranchete de vendimiar hacían a la vez una muesca o corte en el palo y al final de cada majuelo vendimiado hacían la comprobación por si había algún error.


Unos días antes de la vendimia se hacía el “escogido”, seleccionando los mejores y más maduros racimos de las diferentes clases de uva. Las que mejor se conservaban eran el jerez y tempranillo, que convenientemente tendidos sobre grano o madera y con el menor contacto de luz, podían conservarse hasta el mes de marzo, constituyendo el postre más común y barato de la dieta campesina.
  De esta uva escogida llevaban especialmente los familiares y amigos que habían ayudado a la vendimia, volviendo para sus pueblos a veces cargados con ellas y cuidándolas con mucho esmero.
  Acabada la vendimia, se pisaba en el lagar toda la uva y se lo dejaba un día en reposo, para que con el tanino del hollejo y rampojo, cogiera el color deseado. Cuando la uva blanca dominaba sobre la negra se podía tener más tiempo para que no saliera muy clarete que siempre se conservaba peor.
  

Estos días de espera se aprovechaba para lavar “las carrales”, que tenían que estar concienzudamente limpias, tarea muy costosa, pues los envases pequeños de 20, 30 y 40 cántaros tenían que ser frotados introduciendo por su boca estrecha un escobajo o cepillo áspero para quitar la suciedad, tarea muy laboriosa, pues a veces el brazo y el cepillo no llegaban a dominar los extremos del tonel.
  
Se limpiaban con más facilidad las cubas de madera de cien o más cantaros y los “tinos” de cemento que tenían una boca ancha, por la que podías entrar y hacerlos una limpieza más efectiva y cómoda.
  

La superficie interior de los envases, en especial la madera de roble, al estar en contacto con el vino, criaba una especie de cubierta acristalada muy dura que se llamaba “vidrio” y emitía al contacto de la luz unos destellos muy vivos. Este fenómeno acreditaba la bondad y buena conservación de los envases y del vino que lo produce.
  Como complemento de esta limpieza se les desinfectaba contra el moho y otros hongos que atacan a la madera, con unas mechas de azufre que se prendían dentro de las cubas, tapando sus bocas para que el humo desinfectante que produce el azufre penetrara bien por todos sus rincones. 
En otra segunda tanda se repartía lo que salía al pisar la uva y finalmente lo de “postres” de peor calidad pues salía por la acción de la prensa.
  

Para transportar el vino cada uno a su bodega se usaba la “odrina” que era una piel de cabra que se desollaba “a pellejo cerrao”. Dándole la vuelta y cerrándole sus patas queda el cuello abierto que es por donde se llena y nos queda como un pequeño pellejo muy suave al no tener pez por dentro. La cantidad más usada para llevar en cada viaje era de dos cántaros (treinta y tres litros) que se cargaba sobre los hombros y cuello cerrando la salida del líquido con una mano que al soltarla se introducía el mosto en la cuba.
   Al no quedar la odrina totalmente llena, el mosto contenido cogía un movimiento de vaivén muy molesto, si el portador no sabía adaptarse cogiendo un trotillo rítmico para contrarrestarlo. Debido a este paso especial y su posición de cabeza baja, su visibilidad frontal era escasa, por lo que en los pueblos grandes y muy vinateros los odrineros se ponían al cinto unas esquilas, cuyo sonido invitaba a los demás viandantes a cederle el paso por ir cargado y con más marcha que la normal.
  

La mayoría de cosecheros no echábamos nada de química que ayudara a la fermentación tumultuosa del mosto, solamente algún bebedor del buen vino, lo “madreaba” con uva de tempranillo para prolongar la fermentación lenta.
  El “tufo” que se formaba en la bodega durante la fermentación era muy peligroso y se daba algún caso de accidentes mortales por temeridad o no tomar las medidas necesarias. Una de las que aquí se tomaban era llevar un viejo candil de aceite encendido y cuando la falta de oxígeno lo apagaba, te marcaba hasta donde podías llegar sin peligro, procurando no agacharte pues el ácido carbónico, más pesado que el aire, tiende a ocupar los sitios más bajos como lagares, pilas, cubas y tinos.
 La tradición refranera de estas tierras nos recuerda que “Por San Andrés el vino nuevo añejo es” y normalmente por esas fechas se empezaba a consumir el vino nuevo. Algún año que faltaba maduración en la uva, tardaba algo más en perder ese zumo amargo que tiene el vino cuando no está bien fermentado.

sábado, 14 de febrero de 2015

CONCENTRACIÓN VOLUNTARIA


Siguiendo con los relatos de los viñedos, hoy os cuento cómo se hicieron fincas grandes uniendo otras más pequeñas.
Como no había llegado la concentración oficial, que hizo crecer el tamaño de las fincas, se buscaba poder cambiar alguna  que lindara, para hacer la plantación de viñedo lo más extensa posible. 

También se logró poner de acuerdo a los labradores interesados en poder plantar en un determinado lugar para que se formara un pago compacto de majuelos, que juntos tenían menos daños, tanto del paso de los aperos de labranza de las demás fincas como del contacto de la ganadería de ovejas, en aquel tiempo muy abundante.
Todas estas condiciones, que parecen tan difíciles, se llevaron a efecto en San Nicolás formándose un buen pago de viñas con el nombre de El Pandero-La Loma con una extensión aproximada de veinte hectáreas entre tres labradores, que siguieron de viñas hasta que llegó la concentración y las subvenciones por arrancar los viñedos.


También para no tener conflictos con las fincas colindantes se actualizo la diferencia entre árboles y arbustos. 
La vid está considerada como arbusto y no se puede plantar a menos de medio metro de la linde.
En cambio los chopos y demás árboles frutales y otros de más porte tendrán un margen mínimo de dos metros para que las raíces, que son más potentes, no puedan alcanzar a la finca próxima.
A este respecto oí comentar a unos labradores de tierra vega, que esta distancia de dos metros para el chopo era muy pequeña, pues en muchas vegas es tal la expansión de sus raíces que hacen incultivables las estrechas parcelas que quedan entre las dedicadas al chopo, normalmente propiedad de emigrantes del campo a la ciudad, que por las subvenciones las dedican a este fin.

Esta disposición de la gente al cambiar parcelas y actuar de común acuerdo nos demuestra que, cuando se trata de lograr un beneficio, no somos tan insolidarios como a simple vista parece.
Como esta etapa fue muy importante en la recuperación económica de los años de la posguerra, quiero seguir detallando este cultivo de la vid detenidamente en todas sus facetas a pesar de poder caer en reiteración, pues fue un complemento muy importante del cultivo del cereal que actualmente domina nuestra agricultura, si exceptuamos el nuevo cultivo de girasol y algo de forrajes.

El cultivo de la lenteja, que hace pocos años dio buen resultado en esta zona, ha sido abandonado también debido al exceso de herbicidas y su mala comercialización.
Otro nicho importante de la economía de estos pueblos era la ganadería. La de vacuno hace pocos años desapareció, dicen que por exceso de normas sanitarias impuestas por la administración, y la lanar por no encontrar ya personal competente para atenderlo, trayendo como consecuencia la proliferación en el campo de las malas hierbas, que la oveja se encargaba de tener a raya.
Todas estas carencias hoy en día serían muy difíciles de subsanar, pero convendría sustituirlas por otras, que con el avance de la mecanización podrían adaptarse.
El monocultivo excesivo de cereales está expuesto a sufrir las veleidades del comercio internacional, y a no ser competitivo frente a las grandes extensiones que imperan en todo el mundo.


El dicho lapidario de Miguel de Unamuno “que inventen ellos” nos hizo ir a la zaga de lo moderno. Debemos cambiarlo por ser más constantes en hallar, con buena voluntad y conocimientos, las más modernas técnicas adaptadas a esta zona.                   

sábado, 7 de febrero de 2015

EL CULTIVO DE LA VID




  
Muy antiguo debe ser este cultivo pues ya la Biblia nos dice en sus primeros capítulos que “Noé planto una viña y bebió su vivo” y en referencia a esta cita,  los buenos bebedores decían con frecuencia esta alabanza:
      
  Bendito Noé
  que viñas plantó
  para nuestro bien
  el vino dejó.
  
Además de este y otros muchos pasajes que narra la Biblia, presumiblemente las primeras vides se plantaron en España hace unos dos mil años. 
Con la llegada de los romanos recibió este cultivo un gran impulso, aunque se cree que ya los fenicios y griegos lo habían implantado. 


Prueba fehaciente de esto son las vasijas de barro cocido en que los romanos transportaban el vino, encontradas en los navíos naufragados. Como la presencia de los romanos fue muy prolongada en esta región, nos enseñaron su cultivo, elaboración y su conservación en las primeras bodegas.
  Con la llegada de los árabes sufre algún retraso, ya que su religión les prohíbe el alcohol. 
Con la Reconquista surge inmediatamente su expansión apoyada por los reyes cristianos y la tutela de varias abadías en las que algún monje era consumado especialista como el que primero elaboró el champán en Francia.

 
Fray Junípero Serra relata en sus memorias que fue el primero que plantó la vid en California y como él todos los misioneros difundieron el viñedo por la necesidad de tener vino para la celebración de la misa.
  La imagen de la vid y el vino ha sido muy usada por pintores y escultores en todos los tiempos. 
Para demostrar la abundancia de la tierra prometida, la Biblia nos pone la imagen exagerada de un racimo tan grande que es portado por dos hombres. 
En el panteón románico de San Isidoro en León hay dos capiteles que muestran las faenas de poda y vendimia y un sin fin de cuadros pintados por los mejores artistas tanto antiguos como modernos.
  
 

También en sus nombres tiene mucha variación pues al nombre genérico de viñas en estos pueblos se les llama “majuelos” y a pocos kilómetros de aquí “varcillares” y creo que tendrán muchos más según las diferentes zonas donde se cultiva esta planta.
  El primer contratiempo que tuvo este cultivo fue a finales del siglo XlX, con la aparición en Inglaterra de la plaga la filoxera. 



Rápidamente se extiende por Francia y el resto del continente, en el año 1888 ya estaba extendida por esta zona. Ante la dificultad del tratamiento, por ser un insecto subterráneo que ataca a la raíz, después de múltiples estudios se llegó a la conclusión de que el único sistema eficaz, definitivo y económicamente factible era injertar púas de los viñedos autóctonos sobre porta-injertos de raíz brava que era completamente inmune a esta plaga. 
La estaca de bravo que aquí se usaba para injertar era la denominada “rupestris” más fuerte que la “aramón” ambas de origen americano, nombre que tomaron las nuevas plantaciones.
  
Buscando la comodidad y el ahorro de no tener que sulfatar con extracto de cobre la plaga del “mildiu” y azufrar la del “oidium”, enfermedades muy corrientes en las vides americanas, se implantó por unos años la planta directa que se llamaba híbrido, resistente a las citadas enfermedades, que no necesitaba injerto y era muy resistente a la humedad, que unos cuantos años de exceso de lluvias se padeció en esta zona.
  Dada su rusticidad tenía todas estas ventajas y una producción bastante alta que oscilaba poco de un año a otro. Tuvo unos diez o quince años su mayor apogeo coincidiendo con una era de penuria económica y escasas cosechas de cereales particularmente en los páramos mesetarios. 
Por ser una planta casi brava daba unos racimos, aunque numerosos, muy pequeños y cuando la mano de obra se encareció casi era antieconómico vendimiarlo. Esto, unido a que el vino que producía se empezó a tachar en las cooperativas por su mala calidad, determinó que hacia el año 1987, con las subvenciones del Estado, fuese arrancado prácticamente todo.
  La clase de yema que más se injertaba era la mencía y el palomino fino que aquí se llamaba jerez. 
También se puso la malvasía, uva muy temprana y de poco hollejo por lo que se la empleaba mucho como uva de mesa, el alicante y el fino aragonés empleados para dar color a los vinos y en las tradicionales “lagaretas” que más tarde explicaré, el tempranillo y verdejo, que por su alto grado de alcohol, servían para “madrear” y el prieto picudo que actualmente se está plantando mucho para lograr los famosos vinos de aguja.
  Aunque las primeras plantaciones de injertos americanos que se hicieron en esta zona procedían mayormente del Barco de Valdehorras, que tenía viveros de mucha fama, pasados unos años se injertaba por aquí en viveros y a nivel particular.
  


Injertar requiere una buena herramienta cortante para ajustar bien los cortes que se dan tanto en la púa que lleva la yema a injertar, como en la estaca de bravo de la que sale la raíz. Se hace coincidir bien la corteza de las dos partes y se lían con rafia u otro material envolvente para que la savia lo fragüe y brote el injerto. 



Para que agarren mejor tiene que estar un año en terreno especial con cuidados de abono y agua antes de ser plantado en la viña definitivamente.
  En las décadas de los 50 y 60 tomaron un auge inusitado la plantación de majuelos. No sé si porque los cereales valían poco o el vino tenía buen precio debido a las masivas destilaciones para obtener alcohol, muy necesario en los hospitales durante y después de la Guerra Civil y la Segunda Europea.
  En vista de que daba más rendimiento una hectárea de majuelo que la de cereal optamos por cambiar tierras lindantes en el pago de la Loma y logramos hacer unas ocho hectáreas juntas para que se labrara mejor el majuelo. Todos los años poníamos algo en el tiempo muerto de invierno, empezando por linear la tierra con unas marcas sobre las cuales se hacían las hoyas o se hondeaban las zanjas, pues probamos ambos sistemas, optando finalmente por la hoya que mueve mejor la tierra.
  El “estadal” más usado por aquí medía dos metros y medio, que plantado al “marco real” daba una densidad de unas mil quinientas cepas por hectárea. Esta modalidad era la más sencilla pues se buscaba la lindera más recta y siguiendo su dirección se trazaba la primera línea y todas las demás paralelas a ella. Luego se marcaban las trasversales que hacían siempre con la primera un ángulo de noventa grados.
  En el ángulo de estos orientado al Norte, con la pala que se llamaba de voltear o hacer reguera, se marcaba otro cuadrado de unos ochenta centímetros y se le hondeaba otro tanto, y se procuraba que la tierra labrada quedara a un lado de la hoya y la virgen que salía del fondo al otro.
   Después que pasaban las heladas del invierno que meteorizaban la tierra extraída, se procedía a la plantación del injerto, despuntando sus raíces y cortando su primer tallo. Se echaba la mejor tierra de encima a bajo, para que enraizara mejor, y con la restante de menor calidad se rellenaba la hoya. Sobre la incipinte cabeza del “cabo” que así se llamaban a los injertos aquí, con la tierra más mullida, se hacía un pequeño montón que protegía su primer brote muy vulnerable tanto a las heladas como a los rigores del sol.

 
Esta pequeña y delicada planta había que cuidarla con esmero durante dos años y al tercero empezaba a dar algún fruto llegando a la plena producción de los cuatro años en adelante.

 Las labores de azada más corrientes era el “alumbrar” que consistía en limpiar la cepa de todo forraje y hacer un hoyo alrededor de la cepa para que cogiera más tempero durante el invierno. 
Por San Juan se hacía la labor inversa de “refrescar” dando tierra a la cepa para que conservara mejor la humedad del invierno.
  

Con el arado se empleaba la misma técnica, se quitaba tierra en la primera vuelta “alzar” y se la daba en la segunda “binar”, según se arara la calle a escuadra o “alredor”.
                                           
Todo perdona la viña
menos la poda y la bina.

Decía una sabía sentencia lograda con la experiencia de muchos años de laboreo de esta planta. 
Refiriéndome a la bina diré que era fundamental hacer aunque fueran “cuatro rayas”, pues algunos años que no llovía en esas fechas, la tierra estaba tan dura que el arado no entraba más que la puntilla. Es tal la necesidad que tiene la planta en esa época de airear su raíz y apropiarse del oxigeno de la atmósfera, que por poca labor que se la hiciera cambiaba del color amarillento de sus hojas a un verde intenso y los “pámpanos” de sus pequeños racimos se desarrollaban perfectamente