domingo, 31 de agosto de 2008

FOTO DE FAMILIA


En la capilla de San Mancio, una vez acabada la ceremonia civil, los novios posan con algunos de sus familiares.

LA BODA DE GERMÁN


El sábado 30 de agosto se celebró en Sahagún la boda medieval de Germán y Peggy. Después de la llegada del novio a caballo a la casa de la novia, se celebró la ceremonia civil en la capilla de San Mancio con canto de juglares e instrumentos de acompañamiento. Posteriormente en la casona de San Benito y en los jardines aledaños, arreglados para la ocasión se celebró el banquete. Ha sido algo distinto y novedoso en esta villa. Destaca el esfuerzo que todo el mundo ha hecho para que todo saliese lo mejor posible ayudando a Germán, que ha visto compensados todos sus esfuerzos por los demás a lo largo de estos años sin preocuparse de nada material. Diríamos que es una persona que rompe todos los moldes de esta sociedad nuestra y que si en algunos momentos choca con nuestros criterios acomodados no podemos dejar de admirar y alabar. ENHORABUENA A LOS RECIEN CASADOS.

sábado, 30 de agosto de 2008

VICTOR ADOLESCENTE

Cuando me casé y vine a vivir a Moratinos nos guardaba las ovejas un joven de Celada que se llamaba Víctor. Grandes son los recuerdos que de este chico se tienen en esta casa y muchas veces lo comentamos con verdadera satisfacción.
Sin duda esto se debe a su carácter alegre, abierto y servicial, siempre dispuesto a hacer y a recibir una broma con palabras ocurrentes, esforzándose siempre en que su trato y su conversación fuesen lo más amenas posibles.
El paso de los años y los desengaños de la vida no han sido capaces de cambiar su carácter pues, cuando nos encontramos en Sahagún, disfrutamos de una amena charla, comentando largamente los acontecimientos actuales y pasados que atañen a nuestras vidas.
En aquellos años cincuenta todavía había en estos pueblos un nutrido grupo de jóvenes de ambos sexos que alegraban la vida un tanto monótona, con sus reuniones, rondas y paseos que se daban en los atardeceres diarios y en las tardes de los días de fiesta.
¡Con qué deleite Víctor, después de pasar el día en la soledad del campo, tan pronto encerraba, se quitaba rápidamente las prendas de abrigo propias del oficio, dispuesto a aprovechar el tiempo alternando con las chicas de su edad!
Recuerdo que muchas tardes mi tía Áurea le ofrecía la merienda, que a veces rehusaba o lo hacía trágala perra. Pronto se acercaba a la esquina donde estaban reunidas las chicas y con su presencia empezaban las carreras y escarceos que promovía su espíritu inquieto, con el que lograba animar la reunión.
Algunas veces por curar alguna oveja u otras circnstancias no acudía pronto a la reunión, entonces su presencia debía de echarse en falta porque las chicas, con cualquier pretexto, se acercaban a casa preguntando por su tardanza.
Ayudaba a favorecer esta situación de ventaja para él que había unas cuantas chicas de su misma edad y los otros chicos eran unos cuantos años mayores, faltándoles la chispa y el empuje juvenil que Víctor rebosaba por todo su cuerpo.
No quisiera que con esto sacaseis la conclusión de que era un chico alocado e irresponsable.
En las obligaciones de pastor fue siempre muy competente, con gran afición a las ovejas, cuyo manejo no tenía ningún secreto para él. Esta inclinación de ganadero ovino la ha conservado, desde los años de adoescencia que aquí pasó, hasta que se jubiló.
Con su espíritu emprendedor y laborioso logró hacerse con una explotación agrícola que le produce unos beneficios suficientes para vivir don desahogo y satisfecho porque su intensa vida de trabajo ha tenido una compensación acorde con su esfuerzo.
Constituye para mí un orgullo y satisfacción conservar la amistad de estos hombres de hoy que, siendo jóvenes, pasaron por mi casa aprendiendo a dar sus primeros pasos en la vida y de los que tengo un grato recuerdo

FOTO DE UN CARRO CON EXPLICACIÓN DE SUS PARTES


En el artículo sobre los carreteros no tuve la posibilidad de introducir un esquema sobre las distintas partes del carro que utilizábamos en esta zona. Espero que este sirva para entender un poco mejor los detalles particulares de sus distintas partes.

COSAS DE LA VID








De muy antiguo debe de ser el cultivo de esta planta pues ya en el Génesis se dice “Habiendo plantado Noé algunas viñas, bebió demasiado vino y se embriagó”.
También hay otra referencia en los libros del antiguo Testamento, cuando Moisés mandó a dos Israelitas para explorar la tierra prometida. Era tan ubérrima en frutos que volvieron transportando sobre un palo un enorme racimo de uvas.
Desde aquellos remotos tiempos el cultivo de esta planta fue transmitido de Griegos a Romanos, siendo en Italia, Francia y España donde se cultivó principalmente.
Por esto, cuando a finales del siglo XIX la plaga de la filoxera se extendió por estos países, quedaron tan empobrecidos que hubo una emigración casi masiva hacía América.
Conviene recordar la gran dificultad de combatir esta plaga por ser un insecto subterráneo parecido al pulgón, que chupaba la sabia de la raíz del viñedo.
En esta zona hubo pueblos como Grajal de Campos, que vivían casi mayoritariamente de los viñedos. Al tenerlos que arrancar, como única forma de acabar con la enfermedad, casi la mitad de su población tuvieron que emigrar.
Cuentan los muchos relatos de este movimiento de gente tan masivo, que las mujeres italianas llevaron para América sarmientos de vid arrebujados con tela humedecida.
Esta prevención sirvió para extender, particularmente en Argentina, un cultivo de tan hondo calado social.
Mas como la inteligencia del hombre se sobrepone a muchas calamidades, se dio cuenta de que en América existía una planta silvestre parecida a la vid, cuya raíz era inmune a la filoxera. Aprovechando esta circunstancia favorable para acabar con la plaga, comenzaron a injertar sobre ella los esquejes europeos, lo que dio origen a las vides americanas usadas ahora en todo el mundo.
A principios del siglo XX hubo unos años en que llovió más de lo normal. especialmente en primavera, que es cuando el oidiun y el mildeu ataca a los tiernos brotes. Al ser hongos los causantes de estas enfermedades, la única defensa era sulfatar con derivados de cobre tantas veces como lloviera y quedara a la planta desprotegida.
Como para asegurar la cosecha se requería un sin numero de tratamientos y su coste resultaba antieconómico, otra vez se recurrió a la raíz brava americana.
Después de muchos ensayos y cruces genéticos se consiguió una planta directa híbrida, que por mucho que lloviera no le atacaba el mildeu.
Pero esta ventaja dejó de ser tal cuando las precipitaciones se fueron normalizando. Su cultivo dejó de ser atrayente, por la mucha mano de obra que requería la vendimia de los pequeños y numerosos racimos que estas vides daban.
Actualmente el cultivo de vides americanas, en sus muchas variedades, se ha sofisticado mucho con plantaciones en espaldera, para ser vendimiadas a máquina. El abonado y riego se hace por goteo, que, aunque no favorece el grado alcohólico, proporciona a la planta todo lo necesario para su buen desarrollo.
Con el especial cuidado de los enólogos, apoyados por una tecnología punta, se consiguen unos vinos muy completos, bien pagados en los mercados internacionales.
Aprovechando al máximo todos los productos de esta singular planta, con el rampojo y el hollejo de la uva, se dio en esta zona una industria floreciente de alambiques, que destilaban estos orujos muy abundantes entonces.


De manera casi clandestina funcionaban también las alquitaras, cuyos dueños recorrían los pueblos destilando el orujo de cada cosechero en su mismo domicilio.
Esta modalidad ambulante les daba pie para no pagar los impuestos a Hacienda y cuando tenían la inspección, guardaban estos pequeños artilugios en cuadras, pajares y otras dependencias donde encontrarlas resultaba muy difícil.
Su funcionamiento era igual al del alambique que como tal ya tenía un registro oficial como cualquier otra industria. Su instalación consistía en un cuerpo edificado de cierta altura, donde se montaban escalonados sus partes principales, que eran la caldera, el serpentín y el depósito de agua refrigerante.
La caldera era un deposito cilíndrico con dos aberturas, una en la parte alta, que servía para hacer la carga del orujo a destilar y otra lateral para facilitar su descarga. A poca altura del fondo llevaba una rejilla para que el orujo estuviera por encima del agua, que al hervir lo cocía.
Todo esto iba fijado sobre un horno donde se mantenía fuego casi constante y las cenizas se eliminaban por una parrilla.
Recuerdo con mucha añoranza cuando en días fríos del invierno, con un hijo del propietario de mi edad, nos calentábamos junto al fuego y nos entreteníamos asando castañas.
Esta circunstancia me sirvió casi sin querer para aprender su funcionamiento y familiarizarme con las labores que hacía el operario.
Al hervir el agua en el fondo de la caldera, su vapor hacía soltar al orujo su contenido en alcohol mezclado con vapor de agua. Este pasaba a unas columnas verticales de expansión y entraba al serpentín, pieza clave en toda destilación.
Como su nombre indica consiste en un tubo estrecho enrollado en forma de espiral, muchas veces sobre sí mismo, que va dentro de una columna cilíndrica llena de agua fría. Al pasar el vapor por el serpentín, el de agua más pesado se condensa y sale por la parte baja y el del alcohol más ligero lo hace por la parte alta saliendo ya hecho aguardiente por un estrecho tubo.
Para controlar el grado alcohólico pasaba por una especie de probeta provista de un densímetro y cuando el grado descendía a una cota determinada se cortaba la destilación, pasando a la siguiente carga.
Aunque los operarios, al estar saturados por el olor casi no lo tomaban, siempre había una botella y copas de aguardiente disponibles para que los visitantes pudieran calentarse en ambos sentidos.
Como en aquellos años no había luz eléctrica lo más práctico era el candil de acetileno y para facilitar el agua necesaria se sacaba con una bomba manual que lo aspiraba de un pozo y lo impelía a un deposito situado en lo más alto del sistema.
¡ Cómo disfrutábamos los chicos de mi edad pisoteando el orujo en los noques o corriendo por entre los carros que llenaban las calles del pueblo!
Nunca había tanta animación en el pueblo como cuando, pasados unos días de las vendimias, acudían los propietarios de viñedos desde muchos lugares próximos trayendo el orujo de sus lagares y llevando el correspondiente aguardiente.
Como la necesidad y la picaresca ha existido siempre, en años de escasa cosecha se la quería alargar “lavando el pie” Este lavado consistía en, una vez sacada la mitad del mosto, se añadía una cantidad de agua equivalente al envase que se llenaba en años normales y se mezclaba bien entrepisándolo. Se lo dejaba hervir hasta el día siguiente y se lograba un vinillo algo más flojo, pero todo valía para que no faltara el vino aunque fuera de menor grado. Había un dicho que lo expresaba con mucha claridad “vale más vino maldito que agua bendita”
Pero el problema venía al entregar el orujo. Al estar lavado ya no tiene el alcohol, olor y textura normales y con un simple apretón entre las manos denotaba el lavado y era rechazado en muchos casos amablemente por el que lo compraba.

Algunos, poco avariciosos, eran cortos en el bautizo por lo que era difícil detectarlo.
Por esta causa se organizaban verdaderas trifulcas y muchos, avergonzados, para no volver a casa con la carga, lo tiraban en cualquier sitio.
Con estos alborotos, ajenos a la monotonía cotidiana de estos pueblos, la gozábamos corriendo de un lugar a otro para no perder detalle.
Otro espectáculo no menos extraordinario y vistoso era cuando los carreteros de la montaña venían a vender su carbón de cepa, que servía de combustible en el alambique.
Calzados con sus ajustadas madreñas y sonando las esquilas de su yunta entraban calle abajo, vara en ristre, conduciendo su pareja. Para traer más cantidad ponían en los carros unos tableros que suplementaban con ramos recién cortados de urces. Su olor penetrante característico nos estimulaba a coger algún ramo de ello y el color blanquecino de sus florecillas resaltaba sobre el verdor intenso de esta planta.
Como entonces no había, ni remotamente, báscula para grandes pesos, el cálculo tenía que hacerse casi a ojo, aquí también la disputa era inevitable. El comprador con el metro en la mano, subía y bajaba midiendo lo alto y lo ancho del carro una y otra vez intentando una cubicación aproximada. Esta no coincidía casi nunca con la que traían los carboneros entablándose un tira y afloja que a nosotros nos encantaba presenciar. Con una táctica vendedora preconcebida simulaban que marchaban con la mercancía a otros alambiques consiguiendo que subiera la cotización de su preciada mercancía, lograda con mucho esfuerzo y muchas noches de insomnio vigilando su buena combustión.
Otro producto de la vid muy apreciado en aquellos años de la posguerra, era el alcohol. Debido al bloqueo que sufrió España no podía traerse del extranjero y su uso en los hospitales se hacía imprescindible para la desinfección y tratamiento de las heridas.
Para que el aguardiente, que nunca pasa de unos treinta o cuarenta grados, se convierta en alcohol de al menos ochenta y cinco o noventa grados hay que someter aquel a una nueva destilación, que en estos alambiques corrientes era complicado y hasta peligroso, por lo que algunos de esta zona no lo hacían
La caldera, en vez de llenarla de orujo, se la llenaba la mitad de aguardiente, teniendo que llevar un control exquisito del fuego para que el serpentín no emitiera agudos pitidos al concentrarse en su cabeza más alcohol de lo que podía condensar.
Para ayudarle en esta operación se hacían cambios constantes del agua para que estuviese lo más fría posible.
Recuerdo, en aquellos inviernos lluviosos, el estado en que quedaban las calles desfondadas por los carros que sacaban el abono. Para sacar el necesario alcohol a la carretera no había otro sistema que usar el carro de labranza y uno a uno se subían al camión los bocoyes que llevara. Labor bastante complicada pues el peso del bocoy de unos seiscientos litros y por su forma medio cilíndrica era muy difícil de manejar a mano.
Este alcohol como último producto de la vid, era el más rentable dada su escasez en el mercado nacional.
De esta generosa planta se aprovechaba hasta el agua después de cocer el orujo, a lo que se llamaba “tártaro”. Convenientemente decantado en unos depósitos, su poso después de seco lo aprovechaba la industria química y farmacéutica por su riqueza en tanino. Como podéis apreciar, todo lo narrado tiene conexión con la vid a cuya generación de cultivadores quiero que estas líneas sirvan de homenaje y recuerdo, pues con su trabajo, problemas y disputas supieron sacar adelante a la que en los años 2000 peinamos ya muchas canas.
Cuando hago referencia a mi pueblo, en términos generales, me refiero a San Nicolás donde nací y viví 27 años














jueves, 14 de agosto de 2008

LOS PELLEJEROS





Este nombre, que acaso ahora pudiera sonar un poco fuerte y despectivo, en los años cuarenta y cincuenta no lo eran tanto pues ellos mismos, cuando entraban en un pueblo, para que la gente se percibiera de su presencia, entonaban con fuerte acento y un remoquete final que les distinguía de otro cualquier transeúnte.
Recorrían las calles del pueblo repitiendo: ¡El pellejero ha llegado, señora! Y abriendo un poco la puerta de entrada decían: ¿Tiene algún pellejo de oveja, cordero, gato o conejo? ¡Aproveche que hoy los pago bien!
Con este ceremonial invitando a la venta, las mujeres principalmente, recorrían las cuadras y corrales donde podían haber dejado olvidado algún pellejo, y si no fuese por estos compradores no se habría aprovechado su poco importe.
La economía y subsistencia que regía en aquellos años se mantenía a base de estos pequeños ingresos, según rezaba un dicho popular: “un grano no hace granero pero ayuda al compañero”. En Paredes de Nava, Villarramiel y Villalón es donde se concentraba la industria del curtido, tan necesaria para abastecer a los muchos talleres de guarnicionería que trabajaban en el arreglo y confección de los aperos de labranza.
Del pellejo de la oveja, debidamente curtido, se conseguía una badanilla muy suave,
que era con la que se forraban las almohadillas de los aperos que tenían contacto con la piel de las mulas, defendiéndolas de las fuertes rozaduras que la presión del tiro producía.
Múltiple era la gama de material procedente de las diferentes pieles. Desde la más gruesa y resistente piel de vaca, hasta la delicada y suave piel de cordero y conejo que se dedicaban a la confección de prendas de abrigo.
Pero volviendo al protagonista de toda esta industria, diré que casi todos vivían en las localidades antes citadas. Montados, cuando iban de vacío, por lo general en buenas mulas, recorrían las amplias llanuras de estas tierras de campos.
Para defenderse del gélido cierzo, se tapaban con una amplia capa de estameña, leguis en sus piernas, y la cabeza la defendían con un buen pasamontañas.
De esta guisa, recorrían todos los pueblos y caseríos por pequeños que fuesen y en algún caso hasta los corrales de los montes. En estos cercados de tapial y bien bardados para la defensa de los lobos, se conseguía una pujante ganadería ovina, base de la economía de muchos pueblos.
Como su alimentación dependía, casi exclusivamente, del aprovechamiento de la hierba y del roíjo de las matas de roble, cuando no llovía, escaseaba el sustento y se preparaba una buena mortandad.
A este desastre se le llamaba vulgarmente “la pellejada” pues al sufrido ganadero no le quedaba otro ingreso que la venta de las múltiples pieles de sus enflaquecidas reses.
Su carne no servía más que para mantener los muchos buitres, que se desplazaban de sus criaderos de la montaña.
Ante esta contrariedad, que se repetía con demasiada frecuencia, el buen humor no faltaba y había un dicho un tanto chusco que decía:

Enero las quita el sebo
febrero las descoyunta
ellas mueren en abril
y a marzo le echan la culpa

Hasta estos corrales, situados a veces en lo más intrincado del monte, llegaban los pellejeros. Incluso ayudaban al amo o pastor a bajar de los tirantes de la tenada los muchos pellejos allí almacenados.
Con estos mudos testigos de la tragedia, se contabilizaba el número de bajas y, cuando se trataba de pastores contratados, se autentificaba la pérdida con la marca que todo ganadero tenía en las orejas de su rebaño.
Muy ingeniosas eran las marcas que cada ganadero tenía. Unos cortaban un pequeño trozo de oreja en forma de triángulo en la oreja derecha, otros en la izquierda; unos un simple corte en la punta de la oreja y otros en la parte baja. Incluso algunos, con un sacabocados, horadaban la misma en diferentes sitios.
Esta marca en la oreja era obligatoria para demostrar al amo todas las muertes, como justificante. Incluso cuando el lobo devoraba la res en su totalidad, siempre quedaban las orejas que, por tener poca carne, no comía y servían de testigos.
En la Pastorada, una representación religiosa que se daba por Navidad, en la parte de las ofrendas, el que hacía de jefe de pastores o rabadán, regalaba una buena cordera como presente al Niño Dios.
Ésta iba a engrosar el rebaño comunal, que en muchos pueblos ganaderos, mantenían con estos ritos.
Recuerdo unos versos de esta representación pastoril que decían:

La cordera no es muy grande
ni tampoco muy pequeña
la lana que tiene es poca
la poca que tiene es buena

Se la entregué al buen pastor
que sepa dar cuenta de ella
y si acaso se le muere
que pague con la “pelleja”

Los pellejeros no sólo compraban, sino que sobre el lomo de sus mulas traían unas bien surtidas alforjas, con productos de poco peso y volumen. Sabían muy bien que por su rareza y condicionamientos sociales, no se vendía en los comercios de entonces, poco especializados.
Traían en abundancia especias como anises, cominos, nuez moscada, canela y pimienta cuyo fuerte olor del que venían impregnados, les servía también para ahuyentar las moscas.
Como muchas pieles, las compraban recién desolladas, para que se secaran, las tendían sobre las secas, pero no impedía que una nube de moscas les siguieran, atraídas por el olor desagradable que desprendían.
Además de este antídoto oloroso que llevaban, su higiene personal era bastante aceptable y para librarse del carbunco, que alguna mosca pudiera contagiarles, no conocí a ninguno que no llevara un buen anillo de oro.
También vendían piedras de los mecheros tan útiles y tradicionales, que el buen fumador usaba especialmente en el campo. La chispa que sacaba la ruleta de la piedra, se clavaba rápida en el conjunto de algodón que contenía la mecha y producía una buena brasa.
Ya podía venir un fuerte viento, tan frecuente en estas tierras castellanas, que el cigarro se prendía con mucha comodidad, por eso el dicho no exento de lógica, de que con estos mecheros “se daba pol culo al aire”.
Con la intuición perspicaz que estos hombres adquirían con el trato de la gente, pronto se dieron cuenta que la venta de preservativos podía ser interesante. Para no ir en contra de la hipocresía reinante de aquellos años, se acercaban a los corrillos de jóvenes ofreciendo su mercancía.
El pirulí era un caramelo de forma alargada, provisto de una pequeña tableta para chuparle. Éste era el nombre en clave que usaban para pregonar preservativos, tanto en los pueblos para no escandalizar a los pequeños, como en pleno campo cuando veían algún joven arando, que pudiera convertirse en posible cliente. Dejándose oír gritaban:
¡al rico pirulí de la Habana!
Acaso a los jóvenes de hoy les parezca exagerado lo que comento, pero he de decirles que la mayor vergüenza que podías pasar era ir a una farmacia a comprar un preservativo. Esta mercancía era ultra secreta, controlada siempre por el jefe licenciado en farmacia a la antigua usanza, que en lugar de darte el producto te salía con un sermón represivo, que para sí quisieran muchos predicadores de campanillas.
Nuestro protagonista, que salió montado en su mula, vuelve andando delante de ella con el ramal terciado en sus hombros. Sobre la cabalgadura lleva un montón ingente de pellejos, fruto de sus desvelos y fatigas por esta zona, de lo que vive y mantiene a su familia, con la que convivirá unos días, pasados los cuales volverá a un nuevo viaje.

LOS CARROS











Los carros más antiguos de los que tengo referencias son los que usaban ruedas y eje totalmente de madera. El roce de la madera, dicen que producía un estridente y molesto sonido, que trataban de amortiguar con un suavizante de jabón.
La rueda completa todavía la vi usar como contenedor de peso, en las vigas para prensar la uva. Su pieza principal, con el agujero del eje en medio, todavía sirve como banco de matanza en muchas casas y se exhiben en los museos.
Pero estos carros, podríamos decir, pertenecen a la prehistoria y en su época pudieron ser tan útiles como los usados en los años treinta y cuarenta, a los que quiero referirme.
El carretero, nombre con el que se conocía al fabricante de carros, tenía que ser un artesano muy completo, pues tenía que dominar la técnica del carpintero con la madera y el temple del hierro como el herrero.
Estos dos materiales eran complementarios y necesarios para que el carro saliera perfecto y duradero. Para lograrlo, el paso del tiempo fue seleccionando las clases de madera más apropiadas. Solamente las ruedas llevan en las mazas madera de olmo, aquí se llama negrillo, que por su poca facilidad para abrirse, aguantaba que le hicieran a escoplo dieciséis hendiduras para meter los radios y un amplio taladro concéntrico donde va encajado el buje o sencillo y primitivo rodamiento sin bolas.
Los radios eran de encina por su dureza, con la que aguantaban grandes pesos, a pesar de su apariencia delicada. Los ocho cambones llevaban dos hendiduras cada uno, donde se ajustaban las puntas de los radios. Con su diseño curvado componían la forma circular de la rueda y eran de aya, por no tener esta madera apenas veta, que pudiera abrirse. Por esto aguantaba muy bien la presión del aro con el que se realizaba la unión y fortaleza de todo el conjunto.
La viga, aimones y cabezales, piezas fundamentales del deshojado, también eran de negrillo. Los pasamanos y pulseras, por su menor peso, solían hacerse de pino y hasta el humilde chopo servía para los palos y tableros.
Para hacer más asequible todos estos nombres, acompaño una foto con los nombres y lugar que ocupaba cada uno de ellos.
Las piezas fundamentales de hierro, además de los aros, eran el eje y los bujes. Estos venían hechos de fundición pero su colocación y buen sonido dependía del buen arte del carretero. Los bujes venían con unos rebajes interiores para que retuvieran mejor la grasa o aceite conque se lubricaban. Esto contribuía a que al hacer tope el eje contra el buje, emitieran un sonido como de castañoleteo metálico que se llamaba “cantar”. A propósito de este canto, me ha venido a la memoria un hecho muy romántico.
Sucedió que un joven carretero se enamoró perdidamente de una aguerrida y guapa moza de mi pueblo. En este intermedio, un familiar de esta le encargó hacer un carro y con la ilusión propia de estos casos le salió perfecto.
Como sabía que el tono del canto dependía del diámetro de las mazas, que hacen como caja de resonancia, puso estas de un diámetro más grande de lo corriente. Con esto logró que el sonido fuera mejor que ninguno de la comarca, siendo su construcción tan sólida que duró muchos años sin apenas reparaciones de mantenimiento.
Esto demuestra que cuando se hacen las cosas con ilusión y cariño salen siempre mejor que cuando la desgana y costumbre nos invade. Aunque fue un amor fracasado, no dudo de que cuando ella oyera el sonido inconfundible de su carro, en el más pequeño rincón de sus vivencias, vibrara el recuerdo de aquel amor romántico.
Acaso para él, por ser el más ilusionado, este sentimiento fuera más profundo cuando oyera el paso por delante de su carretería, de aquel carro hecho por él con tanto esmero cargado de trigo para entregar en la comarcal.
Que vida está tan compleja, que la aspiración más noble y limpia se ve truncada, a veces, por los convencionalismos sociales, impidiéndonos conseguir lo que fue nuestro primer deseo.
Cada carro tenía su “cante” propio que servía para que el ama de casa, al oír el suyo, preparara la cena o el almuerzo, para que cuando llegaran los comensales estuviese todo dispuesto. Tradicional era el dicho “el que del campo viene caldo quiere”, pues en las faenas de recolección principalmente había que aprovechar el tiempo al máximo para comer y descansar con sueños cortos y reparadores.
Cuando, en las mañanas planas y frías del invierno, nos juntábamos casi todos los carros del pueblo para bajar a la comarcal con el trigo, el ruido del traqueteo de los carros se oía a varios kilómetros de distancia.
Detalladas las clases de maderas paso a explicaros las fases de su construcción más importantes. Para armar el deshojado se requería que un operario subido en un banco de más de un metro y manejando un macho o martillo de mucho peso, acaso de diez kilos, ensamblara perfectamente a golpes los aimones y la viga por medio de unas tiras de madera llamadas costillas.
El radiado de las mazas era una labor de mucha técnica. Puesta la maza sobre un caballete apropiado, se iban metiendo los radios por los acoples anteriormente hechos.
Para que la dureza de la encina se acoplara bien a la madera de negrillo de la maza, a esta se la hervía previamente.
La dirección de los radios tenia que llevar una ligera desviación hacia afuera, que se llamaba “copero”, para que aguantara mejor la presión de carga y no cediera hacia dentro.Cuando tenía esta tendencia no tenía arreglo, quedando la rueda inservible.
Una de las faenas que vi, solamente una vez, pero que me impactó mucho fue la de “cortar aros”.
Como la madera de las ruedas, expuestas al sol y más meteoros, siempre mermaba algo, la presión necesaria de los aros disminuía y había que recortarlos.
De nada valía mojar las ruedas haciendo caminar al carro por el cauce de un río o mojarlas diariamente, pues al secarse casi se agudizaba el problema.
Como esto ocurría con demasiada frecuencia, antes de verano, el carretero iba juntando todos los clientes necesitados de este arreglo, consiguiendo con ello un ahorro de combustible. Desprovistas las ruedas de los correspondientes aros, comenzaban la medición exacta de su contorno y el cálculo milimétrico del recorte que había que hacer en los aros. Me chocaba mucho con el aparato con el que lo hacían. Consistía en un disco, finamente dentado que giraba sobre un mango, algo parecido a los que usa la policía de tráfico para medir distancias.
Apoyando el disco sobre el exterior de la rueda y contando las vueltas hallaban su medida, del mismo modo medían el interior del aro y calculaban lo que tenían que cortarle para que, puesto al rojo, entrara por la rueda.
Una vez hechas estas mediciones, las ruedas se ponía en orden sobre una pared y a los aros se los metía juntos en un horno alto para caldearlos.
A todos los que andamos por allí; amistades, niños y mayores se nos daba un cacharro para que lo llenáramos de agua en una pila cercana.
Cuando los aros estaban al rojo vivo, el maestro carretero, con la ayuda de un operario, sacaban un aro que llevaban con la ayuda de cuatro badiles y lo colocaban sobre la rueda. Ajustada bien, el maestro daba la orden de ¡agua! y todos vertíamos el contenido que al caer sobre el aro producía una nube de vapor. Además del charrasqueo que producía el aro al enfriarse bruscamente, hacía crujir la madera por la enorme presión producida por el cambio de temperatura.
Cuando se acababan los aros caldeados se celebraba un descanso colectivo, acompañado de un refrigerio. Esta conjunción de esfuerzos para lograr un buen fin la recuerdo con mucho agrado, pues aunque hubiera habido agua corriente, no creo que se pudiera haber hecho tan rápidamente como se hacía, para que la madera no se quemara y el resultado final fuera perfecto.
Cuando el carro nuevo, perfectamente pintado y decorado con algún dibujo, estaba terminado, se comunicaba al que lo había encargado que podía hacerse cargo de él y se acordaba el día de la “rodadura”. Consistía esta ceremonia en una pequeña fiesta entre las amistades y operarios, acudiendo el destinatario con su yunta, en cuyas alforjas llevaba el vino y las viandas para participar en la fiesta.
Al final de esta, se enganchaban las mulas y derramando una jarra de vino en cada rueda, se abrían las puertas grandes de la carretería y salían entre aplausos de los asistentes, montados sobre el nuevo carro, los propietarios, los familiares y amigos, más ufanos que los emperadores romanos cuando volvían victoriosos de sus campañas.
Cuando se llegaba al pueblo, tampoco faltaba el grupo de curiosos, para comentar las nuevas características de la nueva adquisición.
Ocioso me parece comentar el gran uso que se hacía de este vehículo, pues desde que se sembraba hasta la recolección su empleo era imprescindible.
Como ya comenté en mis memorias, en casa de mi padre, cuando no se disponía más que de uno, había que aprovecharlo al máximo.
Como prueba de ello, quiero contaros el horario que se hacía en plena faena de acarreo. De las tres a las seis de la tarde se cargaba un viaje de mies, que por cierto, era el más molesto por el calor. De las seis a las nueve el segundo. Para no perder tiempo la merienda se hacía cuando se iba de vacío, soportando los vaivenes de los caminos bacheados y polvorientos.
Cuando tratabas de beber el fresco vino de cosecha, contenido en las térmicas botijas de barro, tenías que hacerlo cogiéndola por su asa con los dedos índice y corazón y, doblando la primera falange del pulgar, se lograba un apoyo entre la barbilla y el pico de la botija, que sin esta precaución, algún diente podía sentirlo.
De las nueve a las diez había una cena reparadora en casa. De las diez a las doce de la noche, se daba una cabezadita. Muchas veces, por miedo a dormirte de verdad al remanso de un bálago de mies, se hacía en medio del solar “donde se trillaba”,tapado con una manta.
De las doce a las seis de la mañana se echaban dos viajes. Al ir de vacío por el tercero era cuando se tomaba el desayuno. Después de estar toda la noche trajinando, ¡con qué fruición comías el pan con la pastilla de chocolate sentado en el deshojado! Tu ánimo se reponía cuando el cielo comenzaba a clarear y despuntaba el nuevo día. Toda la naturaleza se alegra en esos momentos. La alondra vuela hacía arriba para que la den los primeros rayos del sol, emitiendo su clásico gorjeo. Toda clase de pájaros, que entones era muy abundante, saludaban muy contentos con sus trinos el amanecer.
A las nueve se llegaba con el tercer viaje, se hacía la trilla y se tomaba el almuerzo. Si había que hacer algún viaje de muelas, guisantes o garbanzos se suspendía la siesta mañanera y quedaba reducida a dos horas después de comer.
Si habéis tenido la paciencia de seguir este horario podéis estimar que de las veinticuatro horas que tiene el día diecisiete se hacían encima de este vehículo.
A la pareja que se llevaba enganchada al carro, se la reservaba cuanto se podía de las faenas de la trilla, de la que se encargaban las dos parejas restantes. Cuando aquella, por el exceso de trabajo, se la notaba cansada e inapetente recibía un pienso vigorizante de garbanzos arremojados.
Además de estas faenas tan corrientes también servía para otras más especiales. Equipado con dos sacos de paja, cubiertos con una manta, servía de trasporte a muchos novios de entonces cuando iban a casarse fuera del pueblo o ha coger el tren para hacerlo en las capitales más próximas. Lo mismo servía para transportar los muebles de una ilusionada pareja de recién casados, como para llevar la cuna en que tantas madres jóvenes acunaron con mucha ilusión a sus hijos en el calor del hogar, entonándoles dulces nanas. Tampoco podía faltar su colaboración en el transporte de la caja mortuoria traída con mucho respeto y sentimiento, donde depositaban los restos de sus seres queridos. Cuando veo los carros en los museos etnológicos o paso por los pocos pueblos en que aún se divisan las siluetas de estos carros abandonados, me viene a la memoria el gran servicio que hicieron en los años cuarenta y cincuenta a aquella generación, que sin ayudas ni subvenciones, supieron sacar a España adelante y poner los cimientos de la bonanza actual.

Mis vivencias de Ayer

Hola amigos, este es el comienzo de una serie de relatos de vivencias de ayer.