martes, 24 de febrero de 2009

SAN ANTOLÍN CON MI PADRE

La fiesta de San Antolín, patrono de Palencia, tenía mucho arraigo popular en esta zona de Campos. Se celebraba el día dos de Septiembre, fecha aproximada en que finalizaban las faenas del verano antiguo y que concitaba en Palencia a muchas familias labradoras deseosas de “sacarse las espinas”, como se decía entonces.
En mi pueblo San Nicolás había años que se andaba apurado para terminar en esa fecha. Para lograrlo no nos importaba estar dos o tres noches sacando paja de la era, o rematando otras labores con tal de ir a San Antolín.
Me estoy refiriendo a los años cuarenta y cincuenta cuando la economía era casi de subsistencia y se iba a la fiesta con viandas caseras, a fin de que los gastos sólo se redujeran a las entradas de los espectáculos principales y el pago de los billetes del tren.
Recuerdo de ir con mi padre en un tren que salía de Sahagún a las nueve de la mañana después de recorrer andando los seis kilómetros que nos separan de la estación.
Como principio de la feria, era una tradición ir a la catedral para tomar el agua en la gruta del santo. Si coincidíamos con la misa mayor, nos gustaba ver el gran despliegue de ceremonias que entonces todas las catedrales tenían a gala realizar con el mayor esplendor.













Después dábamos una vuelta por las barracas de la feria, disfrutando de las atracciones, que particularmente a los jóvenes nos encantaba.
También eran numerosos los puestos de melones, muchos de ellos de los mismos productores, que pregonaban la gran calidad de sus productos. Como garantía y plena confianza en lo que vendían no les importaba hacer “la prueba y cata”. ¡Con qué decisión hundían el cuchillo en el maduro melón y con qué práctica sacaban un pequeño cuadradillo para que el comprador probara su sabor! Si éste estaba conforme, con el mismo trozo tapaba la cata para que el líquido que tenía en su interior no se derramara.
Cerca del Parque de los Jardinillos, cercano a la estación de Renfe, había una cantina que llamaban la Navarra. A ella acudía mucha gente a tomar sus viandas, que se acompañaba con un vino clarete de Cigales. Este, por su calidad y sabor, era el complemento indispensable de la comida.
Seguramente este vino se traía directamente del productor, envasado en buenos pellejos de piel de cabra forrados interiormente con pez. En su boca se colocaba una canilla de madera que sacaban por un agujero hecho en la pared posterior del mostrador que servía de contención al pellejo, obligándole a verter su contenido por su posición en un plano inclinado.
El vino se servía solamente en porrones, cuya capacidad variaba según el número de clientes que se reunían. Normalmente eran de un litro, de medio o de cuarto, que lavados en un depósito con abundante agua corriente cada vez que se usaban, garantizaban una buena higiene.
Esta también se lograba bebiendo todos a chorrillo, costumbre que casi se ha perdido, especialmente en la gente joven.













Después de la comida, finalizada con el melón comprado en la feria, nos acercábamos a la plaza de toros antigua. Algún año era tal la cantidad de gente que acudía de toda esta zona y de otras provincias limítrofes, que se acababan las entradas en ventanilla y entraban en acción los reventas.





Para que la policía no castigara su negocio, lo hacían con el mayor disimulo usando palabras equívocas con doble sentido. Mezclándose entre el público ofrecían entradas muy buenas “a cien”. Si sospechaban que era un gancho de la policía les decían que las vendían a cien pesetas. Pero si intuían que era un buen aficionado, con ganas de ver la corrida, estas cien pesetas se convertían en cien duros o más, según la demanda que hubiera en la reventa.
Mi buen padre no logró inculcarme la afición que el tenía a las corridas de toros y casi no recuerdo los nombres de los buenos toreros que venían a esta plaza.
Como cosa extraña me acuerdo de la vuelta que tenían que hacer las cuadrillas al hacer el paseíllo para poder saludar frente a la presidencia, por estar esta situada encima de la puerta de salida.
Cuando pasados los años voy a hacer algún trámite en las muchas oficinas que se han formado alrededor de un patio similar a la plaza antigua, me parece oír los pasodobles taurinos y los fuertes aplausos de los aficionados que permanecen grabados en mi memoria.

VACACIONES TEMPORALES


Los comentarios mediáticos que se han hecho estos días, sobre el debatido problema del calentamiento global del planeta, entran en contradicción con el frío, nieve y tiempo desapacible que hemos sufrido en este invierno de 2008-9.
Esto me ha echo recordar lo vivido en los años 40-50 en San Nicolás. Las fuertes heladas que sucedían día tras día, con tal intensidad, que la capa laborable del campo se endurecía totalmente. Se decía entonces que “el campo estaba cerrado”para hacer en el cualquier labor.
Estas vacaciones temporales que imponía el invierno eran, aprovechadas para la reunión de casi todos los vecinos en lo que tradicionalmente, en esta zona de Campos, se llamaba “la solana.” En ningún pueblo faltaba una pared o rincón de refractario adobe, orientado al mediodía y resguardado de los vientos del Norte, donde la acción solar lograba una temperatura bastante agradable.
Los mayores, sentados sobre un simple madero, comentaban la vida local y demás temas generales. Los más jóvenes, más inquietos, recurrían a los muchos juegos y distracciones, en los que cada uno participaba según su gusto y actitudes físicas.














El juego de las tabas se hacía con un pequeño hueso que tienen las ovejas en sus patas delanteras. Se jugaba tirando a lo alto estos tres pequeños huesos hasta que uno quedara de canto. Se sorteaba quien debía empezar a jugar, lanzando una sola taba y pidiendo una de las dos posiciones más normales, llamadas “penca y suiz”
El que acertaba tiraba las tabas y “casaba” una cantidad de dinero a todos los asistentes al corro; y, si lograba que alguna de las tres tabas quedara pinada de canto en una cara que se llamaba “carne” cobraba a todos lo que había apostado. Pero si sacaba “culo”, la cara opuesta a la carne, perdía lo que apostaba y pasaba a tirar las tabas otro del corro.
Al que se agachaba a recoger las tabas del suelo y entregarlas al que las tiraba, se le llamaba “garite”y recibía una propina del ganador. Era como el maestro de ceremonias del juego, contribuyendo con sus ocurrencias a la alegría del corro. Al recoger las tabas, las besaba y soplaba en las manos antes de entregarlas, y cantaba cuando estaban en el aire: “hala, pindeja, carne de oveja”o también “carne en viéndola”y otras frases graciosas que se le ocurrieran.
Este juego tenía momentos de emoción, si el que tiraba las tabas quería. Si cuando sacaba la primera carne decía: “o todo o nada, juego los tres golpes” ,se entendía que no recogías las ganancias hasta lograr tres carnes seguidas.
Si se jugaba una peseta por cada jugador del corro, este tenía que jugar dos pesetas a la primera carne, cuatro a la segunda y ocho a la tercera. A veces lo conseguía, pero la mayoría fallaba por salir culo, y ganaban los que no tiraban las tabas. Si alguno no quería exponerse, seguía jugando normalmente y ganaba o perdía según el juego ordinario.
La cuantía que se jugaba generalmente no pasaba de la peseta por postor y hasta real llegaba a veces. Recuerdo de mozuelo jugar con cartones que eran las tapas de las cajas de cerillas.

En un pueblo próximo a San Nicolás que se llama Escobar, era tradición jugar a las tabas el día de la fiesta, San Clemente, 23 de Noviembre, con más cuantía, y hasta las familias más pudientes se sentían obligados a jugar, aunque no fuera más que un par de tabadas.
Como la imaginación es esencial para divertirse, en un arroyo que circunda el pueblo, sobre sus aguas heladas se formaba una improvisada pista de patinaje. Recuerdo que los que mejor lo hacían eran los pastores, pues la madera de sus chócolos se deslizaba mejor sobre el hielo que la goma comúnmente usada por los demás patinadores.
Si coincidía que algún día se posaran en la era una bandada de aves frías, que aquí se las llama guitas, el espectáculo lo daban dos cazadores que intentaban aproximarse, gateando por los dos arroyos que circundan la era.
Como esta ave tiene el oído muy fino, la mayoría de las veces, levantaban el vuelo a destiempo. Para paliar la frustración estos cazadores organizaban un concurso de “tiro a la gorra” Esta se tiraba a una distancia convenida a lo alto para que sirviera de diana movible. Muchas veces recibían una perdigonada, o perforación de tiro próximo que las dejaba inservibles.
Estas y otras muchas ocurrencias servían para pasar un buen rato a todos.
Con la llegada de Febrero el campo se iba abriendo reanudándose las faenas diarias, ya fuera en el arreglo de las viñas o la limpieza y abertura de regueras.
En aquel tiempo, que se hacía todo a mano, se trabajaba en el campo todos los días del año, exceptuando los Domingos y días de fiesta, por lo que estas vacaciones temporales nos venían muy bien a todos.

sábado, 14 de febrero de 2009

ANTONIO


Sigo escribiendo estos recuerdos, que muchas veces me hacen retroceder en la narración de los hechos y me obligan a contar viejas historias. Parecería como si el tema de estas vivencias estuviera metido en un saco tan cargado que necesita romperse para dejar salir lo que la memoria retiene.
He preguntado a alguno que como yo esta también en la vejez y tiene cumplida sus aspiraciones y me ha dicho que tiene un deseo muy similar. Recuerda con nitidez hechos muy lejanos y siente la necesidad de expresarlos y, si muchas veces no lo hace, es por el qué dirán y otros convencionalismos sociales en gran parte fomentados por nosotros mismos que, cuando fuimos jóvenes, tampoco supimos comprender a nuestros mayores.
Alentado por estas últimas reflexiones, recuerdo a Antonio, un chico muy trabajador, de mente muy abierta hacia los demás y capaz de asimilar cualquier idea u oficio que se propusiera aprender. Siendo un adolescente, mi padre le contrataba de sementera o primavera para que le ayudara en las faenas del campo.
Era tan inquieto y activo que cuando iba arar las dos horas que tenía de descanso al mediodía las empleaba en hacer cualquier manualidad con los materiales más dispares, o si estaba en el campo, buscando nidos de perdiz, entonces muy abundantes.
Un domingo por la tarde, que subía a su pueblo para cambiarse de ropa, me llevó con él y por el camino me fue enseñando los nidos en los que tenía puestos lazos. Si él notaba que estaba “aborrecido” y que por tanto la perdiz no volvería, cogía los huevos de varios nidos y con ellos nos preparó su madre una espléndida tortilla para merendar.













Una tarde de Octubre al regresar por el campo observó un bando de alondras que se juntaban al oscurecer para pasar la noche juntas.
Ni corto ni perezoso nos movilizó a todos los hermanos para esa misma noche “ir de pájaros”.


Preparamos un candil de carburo dentro de un medio bidón para que proyectara la luz sólo hacia adelante. Para producir el ruido necesario y que no se oyeran nuestras pisadas, nada mejor que un cencerro de cuyo sonido estaban acostumbradas las aves al paso de los rebaños. Teníamos un cencerro sin badajo pero este contratiempo lo tenía que resolver yo tocando con un hierro sobre el cencerro lo más rápido que pudiera.
Resuelto este punto, a otra de mis hermanas se la encomendó llevar la luz y otros dos provistos de sendas cebaderas para cogerlas. Estos eran los cuatro puntos clave y prácticos para lograr resultados positivos. El asunto nos falló al juntarse a nosotros todas mis hermanas picadas por la curiosidad de ver algo que no habían visto nunca.
Llegamos donde Antonio creía que estaban las alondras, en una noche muy oscura propia para estos menesteres y ocupamos nuestros puestos. El de la luz, delante para deslumbrarlas, a sus lados los cogedores, que debían ser rápidos en la cogida y muerte de las alondras para que no chillaran y se levantaran todas las del bando. Detrás de la luz comencé a tocar el cencerro y avanzamos cogiendo alguna, pero como chiguitos que éramos, con ocasión de una caída que sufrió Antonio por su afán de coger los pájaros rápido, nos echamos todos a reír y con la bulla las alondras se largaron.
Desternillados de risa fue tal la algarabía que formamos que al apagarse el carburo quedamos sumidos en la más completa oscuridad en medio de los rastrojos casi perdidos, pero contentos con la juerga que habíamos pasado.
Este inquieto muchacho, cuando venía de su pueblo, casi siempre nos traía alguna novedad. En una de ellas nos trajo un papel escrito en el que decía: “Milagro de la Virgen del Valle aparecida en el campo de batalla dejando esta misiva. Para lograr su intercesión y favores todo aquel que leyere esta carta tendrá la obligación de entregar una copia a tres familiares o amigos y si no lo hiciere le acarreará muchas desgracias familiares”.




















Como veis ya en aquellos tiempos circulaba el juego de la “pirámide”; sólo que en el tiempo de la guerra con su penuria económica, en vez de jugar con dinero se hacían con cartas y milagritos que servían igual para embaucar a la gente.
Tanto mis hermanas como yo no nos lo tomamos muy en serio, a pesar de lo formal que él lo proponía. Como al final vimos en ello un motivo de distracción más que otra cosa, una buena noche nos vimos sentados alrededor de la mesa camilla familiar escribiendo las tres copias obligatorias del mensaje.
Como hermana mayor, Severina que tenía buena letra dirigía el cotarro y la gozaba escribiendo de diferente manera cada papel para despistar a la gente y una de ellas la dio por escribirla empezando por un ángulo del papel y terminando por el otro. Preparados los papeles, otra noche nos divertimos repartiéndolas por casi todas las casas del pueblo.
Repartidos en dos cuadrillas, se adelantaba uno para advertir si alguien nos veía y si no se veía a nadie el otro introducía por cualquier resquicio de la puerta la misiva.
Al día siguiente fue la comidilla de todo el pueblo y nosotros, con mucha cara dura, nos acercábamos a los corrillos para participar incluso en los diversos comentarios. La tía Teodosia , una señora muy particular, exhibía en la mano su papel diciendo: “ La mía me la han escrito al bies”. Mira si fue casualidad que la escrita con más rareza la fuera a tocar a ella.
La mayor prueba la tuvimos que pasar todos los hermanos en la catequesis con Don Ángel. Alguien le entregó el escrito y muy enfadado empezó a comentar su contenido y a la primer palabra milagro repuso: “¡Mentira¡ nada es milagro hasta que nuestra Santa Madre la Iglesia lo defina”– y en este tono airado siguió anatematizando el escrito.
Confieso que tanto mis hermanas como yo lo pasamos mal, aguantando todo un diluvio de improperios contra los autores de la dichosa misiva, pero supimos poner cara de mosquitas muertas y nadie se enteró del asunto. No quiero ni pensar lo que nos habría caído encima si Don Ángel se entera que los causantes les tenía tan cerca.
Estas y otras muchas travesuras infantiles que os podría contar, nos servían para aliviar la monotonía diaria y conformaban nuestro carácter para afrontar la futura lucha de la vida.
Finalmente os diré que este polifacético Antonio empezó de niño, antes de la guerra, vendiendo churros en Oviedo, luego estuvo de oficial de carretero en un taller cercano y contratado de temporada en las faenas agrícolas en diferentes casas en las que nadie tuvo queja de él.


Después de la guerra fabricó con un viejo buje de carro una máquina de hacer fideos. Con la ayuda de una hermana y la fuerza de sus brazos lograba hacer pasar una pasta densa de harina por una criba metálica impulsada por un émbolo conectado a una prensa de rosca. Al salir de esta los fideos para que no se pegaran, su hermana les daba aire con una esterilla y les colgaba en un varal para su seca definitiva.
Lograron una buena clientela por estos pueblos donde abundaba la harina de trigo para hacer estupendos fideos que casi no se encontraban por ninguna parte.
También fue albañil rehabilitándome varias casas. Después se fue a las minas de Guardo donde se jubiló. La última vez que le vi fue en Palencia, donde vivía, y recordamos con satisfacción los viejos tiempos vividos con este gran hombre que dejó en mi un grato recuerdo.

sábado, 7 de febrero de 2009

CUDILLERO Y LUARCA

En la excursión de este día el guía nos puso en la disyuntiva de cual de las dos villas marineras nos gustaba más. La verdad que las dos son preciosas y no sabe uno con cuál quedarse, pero trataré de explicar, a mi modesto entender, las pequeñas diferencias que se pueden apreciar.
Cudillero es un conjunto de casas blancas que se aprietan en un pequeño valle, alrededor de su puerto pesquero. No he visto en ningún sitio el aprovechamiento del espacio mejor concebido. Sus calles serpentean por la ladera para que casi todas las casas tengan servicios de vehículos rodados.

Hasta el deje del habla de sus habitantes tiene un timbre especial, que les ha quedado de la lengua “pisueta” que dicen se hablaba no hace mucho en este pequeño rincón.
Tampoco es nada corriente, según cuentan, que en el año 1899 este pequeño pueblo de 4.200 almas tenía 143 tabernas, donde se arreglaba el mundo con muchos culines de sidra.
Sus historias y leyendas se remontan a los tiempos de los vikingos, de los que dicen descender. Su lengua “pisueta” era la que hablaban los marinos de origen bretón.
Esto, hábilmente tratado para la explotación del turismo, que es su mayor ingreso, con mucho tacto, no tienen inconveniente en dar al visitante un trato abierto, alegre, irónico y campechano según su procedencia.
Este pueblo se cerró tanto en sus tradiciones que a los vaqueiros, habitantes de las brañas y
algún vallecito bueno para pastos, se les prohibió casarse con gente del pueblo.
Era tal su fobia que les llamaban moriscos alpujarreños y moros de Covadonga. Hasta la iglesia, por temor a las represalias, para que no entraran en el templo, les daban la comunión en el atrio.


L U A R CA
















La diferencia más notable que en el pasado diferenciaba a estas dos villas marineras, es que Cudillero se dedicaba a la pesca de bajura, mientras que Luarca era más extensiva, por tener de tradición la pesca de ballenas.
Acaso esta modalidad de pesca haya influido en las gentes de Luarca a ser más abiertas y universales. También el diseño del pueblo es más extenso y su puerto puede resguardar a más y mayores embarcaciones.














Siete puentes tratan de unir su casco urbano, que divide el río Negro antes de su desembocadura. En sus monumentos y blasones se recuerda su pasado importante. Fue habitada por Celtas y Romanos. En la Edad Media disfrutó de fueros y privilegios, llegando a ser, por poco tiempo, capital del principado de Asturias.






















Fue cuna de hombres ilustres, pero sobre todo destaca el nombre de Severo Ochoa, Premio Nobel de medicina en el año 1959. Como recuerdo a su memoria, Luarca le dedicó un soberbio panteón en el centro de su magnifico cementerio. Este es sin duda el mejor que hemos visitado. Emplazado en una suave pendiente cara al mar, el inmejorable mármol blanco de sus panteones al atardecer se reflejada en las limpias aguas del Cantábrico.













Sólo puede compararse a este el cementerio de Montjuic de Barcelona por su posición, pero su mayor tamaño le priva del encanto que tiene el de Luarca.
Tiene varias iglesias pero la que más nos impactó fue una en la que se venera a un santo Cristo, que llaman el de los pescadores. Cuenta la tradición o leyenda que en cierta ocasión que los pescadores de ballenas regresaban de sus campañas en el Gran Sol, al pasar cerca de Inglaterra divisaron un gran Cristo de madera que flotaba sobre las aguas.
Con gran devoción lo subieron a bordo arreglando los desperfectos y peinándole una espesa peluca que cubría su rostro.
Rastreando en sus orígenes, se cree que cuando estalló la rebelión protestante en Inglaterra, varias imágenes católicas fueron victimas de escarnio, que en este caso fue la mofa de cubrir su rostro con una peluca de mujer.
Desde entonces todas las mozas luarqueñas que se casan, tienen a gran honor que sus cabelleras sirvan de recambio permanente a este Santo Cristo.

ESPLENDOR DE CASTILLA















Castilla era la región más rica de España, ya los romanos la llamaban el granero de Roma debido a la ingente cantidad de trigo que desde esta especifica región de campos se exportaba a todo el mundo.
Complementaba esta riqueza cerealista el gran mercado de lanas merinas que se centraba en Medina del Campo, desde donde sus finas lanas se mandaban a las más refinadas y ricas ciudades del mundo, que por su elevado precio eran las únicas que podían vestirse con tan codiciados paños.
Ya en tiempos que yo conocí, el buen trigo “candeal” cosechado en esta zona de Campos, que llamaban tierras de “pan llevar”, era molido por una potente industria harinera y se mandaba a toda Hispanoamérica.

Esta industria estaba montada en su mayoría aprovechando los saltos de agua que en cada desnivel proporcionaba el Canal de Castilla. Esta gran obra de ingeniería fue concebida para facilitar la salida de los cereales hacia el puerto más próximo de Santander.


















Este doble uso industrial y de navegación tuvo su momento de máximo esplendor en la última mitad del siglo XIX en que las comunicaciones terrestres estaban poco desarrolladas.
El Canal tuvo sus primeros proyectos en el siglo XVIII reinando Fernando VI, a instancias del Marqués de la Ensenada.
El proyecto definitivo lo redactó Antonio de Ulloa, con la colaboración del ingeniero francés Carlos Lamaur en 1753. Su construcción duró casi un siglo y fue muy complicada pues tuvo que superar la guerra de la Independencia y la Carlista, cuyos prisioneros trabajaron manualmente en ella, como lo atestiguan los muchos huesos humanos que por la erosión se descubren ahora en muchos desmontes de la obra.














También trabajaron de los pueblos próximos, el ejército y presidiarios y según cuentan las crónicas, en el año 1834, se emplearon más de cuatro mil de ellos.
Hacia el año 1934, acompañando a mi padre en un viaje a Palencia, todavía pude contemplar desde el tren el espectáculo bucólico de una simple mula arrastrando por el canal una barcaza cargada con sacos de trigo.
A pesar de que las barcazas cargadas seguían un curso ascendente, los tramos entre las esclusas iban casi a nivel. Estas esclusas eran un ingenioso invento para salvar los desniveles y consistían en una balsa con compuertas a ambos lados. Si se quería que la barcaza subiera, se cerraba la compuerta de atrás con relación a la corriente y, al llenarse de agua la balsa la ponía en el nivel del tramo siguiente. Si se quería que bajara, la maniobra de las compuertas se hacía en sentido contrario.
















Estos cuarenta y nueve desniveles que tiene todo el canal eran aprovechables hidráulicamente usando su energía en molinos, fábricas de harinas, batanes para “pisar” las célebres mantas de Palencia y centrales eléctricas, como la Grijotana, que yo conocí en funcionamiento.
Este método de trasporte tenía sobre el actual la única ventaja de ser más económico, pues la fuerza de una mula podía trasportar el peso equivalente a un camión de treinta toneladas.
Con la llegada y desarrollo del ferrocarril, su uso como trasporte decayó y siguieron unos años en los que se aprovechó la potencia hidráulica de sus “saltos” y en la actualidad sólo se utiliza como canal de riego.
Recientemente el proyecto Adeco-Canal, ha puesto en servicio con fines turísticos dos barcazas, una en Frómista y otra en Herrera de Pisuerga,además de las de Medina de Rioseco, que facilitan el principal recorrido de esta histórica vía de agua.








Los que vivimos aquella época no podemos comprender el porqué de no aprovechar estos recursos naturales y tengamos que depender todos de la omnímoda voluntad de las grandes compañías eléctricas y otros trusts industriales.
Como veis en todas las regiones en las que la economía marcha bien, son las primeras en innovar los más modernos métodos en todos los órdenes de la vida. Castilla, con la construcción de este canal, se puso a la cabeza de las obras modernas de entonces.
Debido a la escasez de cereales que en todo el mundo había, esta región se enriqueció mucho y como al hombre, siempre que logra una buena posición, le gusta exhibirse ante los demás, los pueblos tenían una sana emulación por tener la torre más alta, el órgano mejor y en la iglesia los mejores y más cotizados retablos, imágenes, cuadros y todo objeto de arte que fuera mejor que el del pueblo vecino.
En cuanto a las torres, la de Autillo de Campos tiene la fama de ser la más alta y bella de todas, pues en verdad cuántas catedrales no tienen una torre tan esbelta y estilizada como esta. Construida en piedra caliza, eleva al cielo sus hermosos capiteles semejando la blanca vela de un navío surcando el mar ondulante de sus campos de trigo mecidos por la suave brisa del atardecer.













También tenían empeño en tener el mejor músico, palabra muy apropiada y genérica para llamar a estos profesores, que contratados por los Ayuntamientos de los pueblos grandes, servían para fomentar toda clase de actividades musicales.
El tener el mejor órgano obligaba a complementarlo con un buen organista que sacara el jugo a la buena y variada trompetería de plomo que muchos órganos todavía conservan, sus varios teclados, completo pedaleo y variadísimos registros que usados con manos y pies expertos son capaces de emitir armonías tan completas que pueden ser comparadas con las de una buena orquesta.
















También estos músicos para todo fundaban coros y dirigían bandas de música y no había pueblo grande que se preciara de serlo que no tuviera su banda municipal para amenizar sus fiestas patronales, acompañar las procesiones y dar escolta musical a todas las autoridades.
Para corroborar la gran calidad que tienen varios órganos de esta zona de campos, os contaré una anécdota que me sucedió en la parroquia de San Miguel, una de las mejores de Palencia. Invitado a la boda de unos familiares me encantó lo bien que lo hacían tanto la cantante solista como su acompañante al armonio. Finalizado el acto me acerqué para felicitar a ambos y comentamos cómo iglesia tan principal no tenía órgano. El organista se lamentaba de que tantos órganos buenísimos estuvieran mudos en los pueblos y en la capital, quitando el de la catedral, no hubiera ninguno ni parecido.
En un arranque de celo musical, me confió que todos los amantes de la música de órgano habían presionado al Obispo para que por decreto trajera alguno de esos órganos a la capital.
La desventaja que tienen estos sobre las torres, que no se pueden trasladar, es evidente y no sé si el celo de los pueblos, que los tienen como reliquia de sus antepasados, logrará salvarlos de la codicia capitalina y de los muchos expolios a que son sometidos por muchos desaprensivos que quieren lucrarse de este singular patrimonio.
El tercer motivo de emulación de estos pueblos era aspirar a que su iglesia estuviese lo mejor dotada en objetos de arte. En orfebrería llama la atención la filigrana que tenían todas sus cruces parroquiales, sus valiosos cálices y estilizados relicarios.
En imágenes también su patrimonio es muy bueno tanto de Gregorio Hernández como de todos los buenos imagineros de aquella época.
Pero donde yo quedo maravillado es ante las siete tablas del paredeño Pedro Berruguete que se exponen permanentemente en el museo de Santa Eulalia de Paredes de Nava. No sé cómo explicar lo bien trabajadas y pintadas que están. Empezaré por los fondos que otros artistas no dan importancia, que están forradas con “pan de oro”al gusto castellano donde también hay muchos retablos forrados con este material.











Sobre estos fondos de oro destacan sobremanera los contornos de sus regias figuras, pintadas con una minuciosidad admirable. Se dice que para dibujar los ojos y sus pestañas usaba un pincel hecho con una sola cerda de jabalí.
También tiene este mismo museo un retablo con los cuatro evangelistas pintados con la técnica de la escuela flamenca – italiana, pero con la fuerza y vigor contagiado por el gusto y ambiente castellano.
Como los vecinos de Becerril de Campos no iban a ser menos que los de Paredes, también encargaron a este gran pintor cuatro buenos cuadros que conservan actualmente.
Visitando las Edades del Hombre en las diferentes capitales de Castilla me he dado cuenta que en la primera, la de Valladolid, la mitad de las obras expuestas pertenecían a la provincia de Palencia y en la de León sucedía casi igual. Por contra, en la última que se celebró en Palencia con las obras de arte traídas de los pueblos de su contorno fueron capaces de llenar la catedral y apenas se veían obras de otras provincias.
Esto demuestra el gran tesoro artístico que tenemos y que no sabemos apreciar. Nos bastaría tener en Palencia un director como el de las Edades del Hombre para que pudiéramos hacer un museo importante, que atraería un sin numero de turistas.