martes, 24 de febrero de 2009

SAN ANTOLÍN CON MI PADRE

La fiesta de San Antolín, patrono de Palencia, tenía mucho arraigo popular en esta zona de Campos. Se celebraba el día dos de Septiembre, fecha aproximada en que finalizaban las faenas del verano antiguo y que concitaba en Palencia a muchas familias labradoras deseosas de “sacarse las espinas”, como se decía entonces.
En mi pueblo San Nicolás había años que se andaba apurado para terminar en esa fecha. Para lograrlo no nos importaba estar dos o tres noches sacando paja de la era, o rematando otras labores con tal de ir a San Antolín.
Me estoy refiriendo a los años cuarenta y cincuenta cuando la economía era casi de subsistencia y se iba a la fiesta con viandas caseras, a fin de que los gastos sólo se redujeran a las entradas de los espectáculos principales y el pago de los billetes del tren.
Recuerdo de ir con mi padre en un tren que salía de Sahagún a las nueve de la mañana después de recorrer andando los seis kilómetros que nos separan de la estación.
Como principio de la feria, era una tradición ir a la catedral para tomar el agua en la gruta del santo. Si coincidíamos con la misa mayor, nos gustaba ver el gran despliegue de ceremonias que entonces todas las catedrales tenían a gala realizar con el mayor esplendor.













Después dábamos una vuelta por las barracas de la feria, disfrutando de las atracciones, que particularmente a los jóvenes nos encantaba.
También eran numerosos los puestos de melones, muchos de ellos de los mismos productores, que pregonaban la gran calidad de sus productos. Como garantía y plena confianza en lo que vendían no les importaba hacer “la prueba y cata”. ¡Con qué decisión hundían el cuchillo en el maduro melón y con qué práctica sacaban un pequeño cuadradillo para que el comprador probara su sabor! Si éste estaba conforme, con el mismo trozo tapaba la cata para que el líquido que tenía en su interior no se derramara.
Cerca del Parque de los Jardinillos, cercano a la estación de Renfe, había una cantina que llamaban la Navarra. A ella acudía mucha gente a tomar sus viandas, que se acompañaba con un vino clarete de Cigales. Este, por su calidad y sabor, era el complemento indispensable de la comida.
Seguramente este vino se traía directamente del productor, envasado en buenos pellejos de piel de cabra forrados interiormente con pez. En su boca se colocaba una canilla de madera que sacaban por un agujero hecho en la pared posterior del mostrador que servía de contención al pellejo, obligándole a verter su contenido por su posición en un plano inclinado.
El vino se servía solamente en porrones, cuya capacidad variaba según el número de clientes que se reunían. Normalmente eran de un litro, de medio o de cuarto, que lavados en un depósito con abundante agua corriente cada vez que se usaban, garantizaban una buena higiene.
Esta también se lograba bebiendo todos a chorrillo, costumbre que casi se ha perdido, especialmente en la gente joven.













Después de la comida, finalizada con el melón comprado en la feria, nos acercábamos a la plaza de toros antigua. Algún año era tal la cantidad de gente que acudía de toda esta zona y de otras provincias limítrofes, que se acababan las entradas en ventanilla y entraban en acción los reventas.





Para que la policía no castigara su negocio, lo hacían con el mayor disimulo usando palabras equívocas con doble sentido. Mezclándose entre el público ofrecían entradas muy buenas “a cien”. Si sospechaban que era un gancho de la policía les decían que las vendían a cien pesetas. Pero si intuían que era un buen aficionado, con ganas de ver la corrida, estas cien pesetas se convertían en cien duros o más, según la demanda que hubiera en la reventa.
Mi buen padre no logró inculcarme la afición que el tenía a las corridas de toros y casi no recuerdo los nombres de los buenos toreros que venían a esta plaza.
Como cosa extraña me acuerdo de la vuelta que tenían que hacer las cuadrillas al hacer el paseíllo para poder saludar frente a la presidencia, por estar esta situada encima de la puerta de salida.
Cuando pasados los años voy a hacer algún trámite en las muchas oficinas que se han formado alrededor de un patio similar a la plaza antigua, me parece oír los pasodobles taurinos y los fuertes aplausos de los aficionados que permanecen grabados en mi memoria.

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