jueves, 14 de agosto de 2008

LOS PELLEJEROS





Este nombre, que acaso ahora pudiera sonar un poco fuerte y despectivo, en los años cuarenta y cincuenta no lo eran tanto pues ellos mismos, cuando entraban en un pueblo, para que la gente se percibiera de su presencia, entonaban con fuerte acento y un remoquete final que les distinguía de otro cualquier transeúnte.
Recorrían las calles del pueblo repitiendo: ¡El pellejero ha llegado, señora! Y abriendo un poco la puerta de entrada decían: ¿Tiene algún pellejo de oveja, cordero, gato o conejo? ¡Aproveche que hoy los pago bien!
Con este ceremonial invitando a la venta, las mujeres principalmente, recorrían las cuadras y corrales donde podían haber dejado olvidado algún pellejo, y si no fuese por estos compradores no se habría aprovechado su poco importe.
La economía y subsistencia que regía en aquellos años se mantenía a base de estos pequeños ingresos, según rezaba un dicho popular: “un grano no hace granero pero ayuda al compañero”. En Paredes de Nava, Villarramiel y Villalón es donde se concentraba la industria del curtido, tan necesaria para abastecer a los muchos talleres de guarnicionería que trabajaban en el arreglo y confección de los aperos de labranza.
Del pellejo de la oveja, debidamente curtido, se conseguía una badanilla muy suave,
que era con la que se forraban las almohadillas de los aperos que tenían contacto con la piel de las mulas, defendiéndolas de las fuertes rozaduras que la presión del tiro producía.
Múltiple era la gama de material procedente de las diferentes pieles. Desde la más gruesa y resistente piel de vaca, hasta la delicada y suave piel de cordero y conejo que se dedicaban a la confección de prendas de abrigo.
Pero volviendo al protagonista de toda esta industria, diré que casi todos vivían en las localidades antes citadas. Montados, cuando iban de vacío, por lo general en buenas mulas, recorrían las amplias llanuras de estas tierras de campos.
Para defenderse del gélido cierzo, se tapaban con una amplia capa de estameña, leguis en sus piernas, y la cabeza la defendían con un buen pasamontañas.
De esta guisa, recorrían todos los pueblos y caseríos por pequeños que fuesen y en algún caso hasta los corrales de los montes. En estos cercados de tapial y bien bardados para la defensa de los lobos, se conseguía una pujante ganadería ovina, base de la economía de muchos pueblos.
Como su alimentación dependía, casi exclusivamente, del aprovechamiento de la hierba y del roíjo de las matas de roble, cuando no llovía, escaseaba el sustento y se preparaba una buena mortandad.
A este desastre se le llamaba vulgarmente “la pellejada” pues al sufrido ganadero no le quedaba otro ingreso que la venta de las múltiples pieles de sus enflaquecidas reses.
Su carne no servía más que para mantener los muchos buitres, que se desplazaban de sus criaderos de la montaña.
Ante esta contrariedad, que se repetía con demasiada frecuencia, el buen humor no faltaba y había un dicho un tanto chusco que decía:

Enero las quita el sebo
febrero las descoyunta
ellas mueren en abril
y a marzo le echan la culpa

Hasta estos corrales, situados a veces en lo más intrincado del monte, llegaban los pellejeros. Incluso ayudaban al amo o pastor a bajar de los tirantes de la tenada los muchos pellejos allí almacenados.
Con estos mudos testigos de la tragedia, se contabilizaba el número de bajas y, cuando se trataba de pastores contratados, se autentificaba la pérdida con la marca que todo ganadero tenía en las orejas de su rebaño.
Muy ingeniosas eran las marcas que cada ganadero tenía. Unos cortaban un pequeño trozo de oreja en forma de triángulo en la oreja derecha, otros en la izquierda; unos un simple corte en la punta de la oreja y otros en la parte baja. Incluso algunos, con un sacabocados, horadaban la misma en diferentes sitios.
Esta marca en la oreja era obligatoria para demostrar al amo todas las muertes, como justificante. Incluso cuando el lobo devoraba la res en su totalidad, siempre quedaban las orejas que, por tener poca carne, no comía y servían de testigos.
En la Pastorada, una representación religiosa que se daba por Navidad, en la parte de las ofrendas, el que hacía de jefe de pastores o rabadán, regalaba una buena cordera como presente al Niño Dios.
Ésta iba a engrosar el rebaño comunal, que en muchos pueblos ganaderos, mantenían con estos ritos.
Recuerdo unos versos de esta representación pastoril que decían:

La cordera no es muy grande
ni tampoco muy pequeña
la lana que tiene es poca
la poca que tiene es buena

Se la entregué al buen pastor
que sepa dar cuenta de ella
y si acaso se le muere
que pague con la “pelleja”

Los pellejeros no sólo compraban, sino que sobre el lomo de sus mulas traían unas bien surtidas alforjas, con productos de poco peso y volumen. Sabían muy bien que por su rareza y condicionamientos sociales, no se vendía en los comercios de entonces, poco especializados.
Traían en abundancia especias como anises, cominos, nuez moscada, canela y pimienta cuyo fuerte olor del que venían impregnados, les servía también para ahuyentar las moscas.
Como muchas pieles, las compraban recién desolladas, para que se secaran, las tendían sobre las secas, pero no impedía que una nube de moscas les siguieran, atraídas por el olor desagradable que desprendían.
Además de este antídoto oloroso que llevaban, su higiene personal era bastante aceptable y para librarse del carbunco, que alguna mosca pudiera contagiarles, no conocí a ninguno que no llevara un buen anillo de oro.
También vendían piedras de los mecheros tan útiles y tradicionales, que el buen fumador usaba especialmente en el campo. La chispa que sacaba la ruleta de la piedra, se clavaba rápida en el conjunto de algodón que contenía la mecha y producía una buena brasa.
Ya podía venir un fuerte viento, tan frecuente en estas tierras castellanas, que el cigarro se prendía con mucha comodidad, por eso el dicho no exento de lógica, de que con estos mecheros “se daba pol culo al aire”.
Con la intuición perspicaz que estos hombres adquirían con el trato de la gente, pronto se dieron cuenta que la venta de preservativos podía ser interesante. Para no ir en contra de la hipocresía reinante de aquellos años, se acercaban a los corrillos de jóvenes ofreciendo su mercancía.
El pirulí era un caramelo de forma alargada, provisto de una pequeña tableta para chuparle. Éste era el nombre en clave que usaban para pregonar preservativos, tanto en los pueblos para no escandalizar a los pequeños, como en pleno campo cuando veían algún joven arando, que pudiera convertirse en posible cliente. Dejándose oír gritaban:
¡al rico pirulí de la Habana!
Acaso a los jóvenes de hoy les parezca exagerado lo que comento, pero he de decirles que la mayor vergüenza que podías pasar era ir a una farmacia a comprar un preservativo. Esta mercancía era ultra secreta, controlada siempre por el jefe licenciado en farmacia a la antigua usanza, que en lugar de darte el producto te salía con un sermón represivo, que para sí quisieran muchos predicadores de campanillas.
Nuestro protagonista, que salió montado en su mula, vuelve andando delante de ella con el ramal terciado en sus hombros. Sobre la cabalgadura lleva un montón ingente de pellejos, fruto de sus desvelos y fatigas por esta zona, de lo que vive y mantiene a su familia, con la que convivirá unos días, pasados los cuales volverá a un nuevo viaje.

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