domingo, 28 de diciembre de 2008

DE FUENTES, CHARCAS Y RANAS

Cuando las labores agrícolas no estaban tan mecanizadas como actualmente, las horas de permanencia en el campo se alargaban mucho más para hacer las mismas labores. Esta circunstancia especialmente en tiempo de calor, demandaba el aprovechamiento integral de cualquier manantial que aflorara a la superficie por pequeño que fuera.
Nuestros antepasados rivalizaron siempre por tener las mejores fuentes, cuidándolas con esmero para que en cualquier paraje o pago no faltara el agua tan necesaria tanto para él, como para sus rebaños y labranzas.
Las que más abundaban en esta zona eran las que el agua del manantial se recogía en un pequeño hoyo sombreado por alguna junquera o arbusto, para que el agua de consumo humano estuviera lo más fresca posible.

Buscando algún desnivel del terreno, se hacía correr por un pequeño regato para que fluyera el agua a unas charcas a nivel del suelo, para que el ganado bebiera en ellas. Procurando, con buena voluntad y cooperación mutua, que el agua se ensuciara lo menos posible se hacían dos o tres charcas una a continuación de la otra, de manera que si las primeras labranzas bebían en la última no manchaban las dos superiores donde abrevaban las siguientes.


Si a la hora del mediodía, que era cuando más se usaban quedaban sucias todas, la acción de la pequeña corriente decantaba en poco tiempo el agua quedándola limpia para el día siguiente.
En otros casos en que el manantial fluía por entre alguna peña el agua era más fresca, especialmente si estaban orientadas al norte.
Recuerdo una que por esta causa se llamaba de la Peña que nos hacía un buen servicio cuando en las faenas de la siega llevaba la comida a mis padres. Mientras mi padre levantaba el tablero de la segadora que nos servía de sombra para comer, yo iba a llenar de agua fresca el botijo.
Crecían exuberantes cerca de la fuente gran cantidad de zarzas de mora que estaban ofreciendo sus frutos en hermosos y negros racimos, en poco tiempo llenaba el sombrero, no sin antes llevar algún pinchazo de sus afiladas púas. Con este estupendo y reciente postre finalizaba la comida, siguiendo una corta y reparadora siesta, continuando luego la siega.


Otra de las fuentes que recuerdo se llamaba “de la gotera” que por el lugar que estaba emplazada, parecía un hermoso capricho de la naturaleza. En medio de un terreno formado por escarpadas cárcavas, casi exentas de vegetación e inservibles para el laboreo, surgía esbelto y lozano un soberbio albarón cuyas ramas daban sombra al depósito de la fuente.
Por efecto de la erosión, su manantial había formado en el terreno medio pedregoso una bien formada bóveda, de la que caía el agua gota a gota, cuyo rítmico tintineo resonaba en el hueco como el tictac de un reloj.
Esta claro que el nombre de la gotera no puede ser más apropiado, pero la premisa de quien fue primero si el albaron o la fuente, quizá haya que dársela a esta, pues el agua, que es la vida para todo ser viviente, sería la que contribuyera al nacimiento y buen desarrollo del arbusto complementario de la fuente en un sitio tan árido.

Cuando el manantial tenía la fuerza suficiente de fluir a nivel del suelo o poco más, se hacían con ladrillo y cemento unos depósitos embovedados completamente cerrados, donde se recogía el agua del manantial y se le daba salida permanente por un pequeño tubo generalmente de hierro que se llamaba caño. Con esta ayuda se llenaban toda clase de cacharros con mayor comodidad he higiene que en los pozos.
Para aprovechar bien el agua que, permanentemente salía de la fuente, se hacían unos depósitos con asientos a nivel del agua que se llamaban “charcas” y servían para lavar la ropa.


A ella acudían las mujeres con la “taja y maza” adelante, haciendo contrapeso con el cesto de ropa que llevaban a la espalda. Esta faena, en especial los lunes constituía una excelente ocasión de comentar los sucesos locales, sin perjuicio de cortar algún que otro “traje”.
Como entonces no existían los detergentes modernos, se recurría al procedimiento de tender la ropa sobre la pradera que allí había y con riegos sucesivos se conseguía que la luz y el calor del sol quitaran las manchas más rebeldes a la acción del jabón. En Moratinos había diferentes criterios sobre esto y medio pueblo iba a lavar a la fuente y el otro medio al río Templarios, distante algo más de medio kilómetro del pueblo. En este caso se empleaba todo el día, llevando comida y trayendo la ropa seca para casa.
El agua que fluía de la fuente después de pasar por la primera “charca”, corría por un arroyo con bastante vegetación de juncos y zonjas en la que dejaba sus impurezas.
Aprovechando una alcantarilla de la carretera, con un tubo subterráneo abastecía a una segunda “charca” mayor y más cercana al pueblo que servía para abrevar el ganado.
Estas aguas quietas y poco profundas eran colonizadas por muchas plantas acuáticas que contribuían al desarrollo de muchos organismos vivos, esenciales para el desarrollo de diversas clases de ranas y algún pequeño pez.


Todavía recuerdo con placer los buenos ratos que pasé contemplando la pericia que tenía para pescar ranas un empleado de telégrafos de Sahagún, cuando pasaba haciendo la revisión de la línea que seguía paralela a la carretera de Sahagún- Saldaña.
Como buen conocedor de todas las lagunas que había en dicho trayecto, nunca olvidaba su caña y una pequeña cesta donde llevar las capturas. El instrumental era muy sencillo: una caña no muy larga desmontable a cuyo extremo se ataba un hilo que terminaba en una bola alargada hecha con trapo rojo que simulaba un bocado de carne.
Situado en el lado menos visible de la “charca”, comenzaba, con unos movimientos de garganta y labios, a emitir unos sonidos casi parecidos al croar de las ranas. Con esta preparación todas las ranas se ponían nerviosas, saliendo de sus escondrijos saltando de un lado a otro expectantes. En este momento la caña, con un movimiento pendular, ponía el señuelo al alcance de las excitadas ranas, que engañadas por los pequeños tirones que el pescador imprimía a la caña, simulaba una presa viva. Todas se lanzaban en furiosa competencia por alcanzarle y siempre era la mayor y más ágil quien lo lograba.
Con el fiero instinto por alimentarse pagaban caro su glotonería, mordiendo el trapo con tal fuerza que no lo soltaban ni cuando eran levantadas y con un movimiento bien calculado iban a parar a la mano del pescador.


En esta zona, por su orografía llana había gran cantidad de lagunas que eran delicia de muchos y buenos aficionados, siendo algunos tal su pericia, que en unos reportajes que dio la TV, lograba coger con la boca las ranas que colgaban de su señuelo, sin ayudarse de las manos.
No muy lejos de aquí hay un pueblo que se llama el Burgo Ranero quizá debido a la gran cantidad de raneros que tuvo este pueblo.
Y tratándose de nombres debo deciros, que el conjunto de la fuente y las dos charcas que os he descrito anteriormente llevo siempre por nombre El Ontanón nombre que se ha perpetuado en una calle de Moratinos.
Esta fuente, así como la de San Nicolás y otros pueblos, estaban totalmente cerradas y conservaban las aguas más puras que las que, por no tener el manantial la fuerza suficiente, tenían que dejar abierto un espacio para sacar el agua con cualquier vasija, con lo que perdía mucho de higiene.
Para evitar este inconveniente en Villalumbroso, pueblo por el que pasa la carretera de Palencia alguna vez bebí agua en su fuente que tenía un mecanismo un tanto ingenioso.
En la pared que cerraba la fuente, tenía una manivela exterior que accionándola movía una pequeña noria interior que elevaban el agua saliendo al exterior más limpia por medio de un caño.

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