domingo, 19 de octubre de 2008

UN LEBANIEGO EN CASTILLA

Escuchando por la radio la clausura del Año Santo, me ha venido a la memoria la vida que pasó en mi pueblo un buen paisano de aquella región montañesa.
Con ocasión de que un cura de aquí estuvo ejerciendo su ministerio por aquellas tierras, una hermana de este se casó con un lebaniego y fijaron su residencia en San Nicolás del Real Camino.
A pesar de que cada comarca fija la impronta en sus habitantes, este matrimonio mantuvo cada uno sus peculiaridades y congeniaron muy bien.
Creo que la atracción mutua se basara en sus creencias cristiana, sólida personalidad y gran nobleza que los dos tenían, haciendo honor a las dos comarcas donde nacieron.
En una excursión que hicimos hace años, pude comparar la naturaleza exuberante que aquel clima favorece. Su intrincada cadena montañosa la hace poco accesible, aún en estos tiempos, en que los medios de transporte y carreteras han mejorado mucho.
No es nada extraño que Santo Toribio, acuciado por el avance de los árabes, considerara este lugar refugio seguro donde guardar el Lignum Crucis, que según la tradición, es el trozo mayor que se conserva de la cruz en toda la cristiandad.







Para su custodia y devoción fundó un hermoso monasterio, que pronto gozó de la licencia papal para instaurar el año santo, gracia singular que comparte con otros cinco lugares en todo el mundo.




Este tiene la particularidad que sólo se celebra cuando el día veintidós de Abril, fiesta de su patrono, cae en domingo. Circunstancia que no volverá a producirse hasta dentro de diez años.
Hasta entonces, la puerta del perdón no se abrirá, custodiada por los cinco padres franciscanos que actualmente conviven en el monasterio. Pero el auge que ha tomado el turismo de naturaleza no mermará la afluencia de peregrinos. Caso similar sucede en nuestro camino de Santiago en que el aumento de peregrinos es constante, y apenas se incrementa en los años santos.
Pero volviendo a nuestro matrimonio protagonista de este relato, diré que él, como buen montañés, dominaba a la perfección la técnica de serrar la madera. En compañía de dos chicos del pueblo, pasaba largas temporadas en los montes preparando traviesas para la Renfe.
Me gustaba verle con que perfección y cariño preparaba las sierras. Sentado en el suelo de cualquier campiña, sacaba de su maletín los limatones triangular y semiesférico con los que hacía el filo a todos los dientes de la sierra. Sacaba luego un terciador con el que, convenientemente regulado, inclinaba los dientes uno para cada lado y con un guiño de ojo, muy experimentado, enmendaba la más pequeña desviación.
Puesta después de esta operación a serrar en el caballete, el serrín que sacaba era muy medrado y su avance aumentaba, prueba de que el filo era perfecto.
Otra especialidad propia de su tierra natal, era su manejo de la guadaña. Acostumbrado a segar hierba muy espesa y acaso en terreno desigual, segar alfalfa y cebada seca era para él coser y cantar.
Por eso, cuando venía a la entrada de verano de las cortas, casi como distracción, le gustaba lucir su habilidad segando las alfalfas por encargo de alguno del pueblo. Pero donde más mostraba su pericia era levantando, a punta de guadaña, la cebada encamada, pues había años que no se podía segar a máquina.
Como buen segador, picaba y afilaba la guadaña con mucha maestría. Recuerdo un día, que pasando por donde estábamos segando, observó que la piedra con que afilábamos era muy buena.


Antes de que se familiarizara el uso de éstas, fabricadas con polvo de esmeril, se hacían de piedra natural, variando mucho su calidad según la finura de la veta.
Haciendo una prueba en su guadaña, comprobó la excelente calidad que tenía y dirigiéndose a mi padre le dijo: “Pídeme lo que quieras pero me gustaría usarla”. Mi padre, comprendiendo que él la sabría sacar mejor partido, se la regaló y la usó varios años muy satisfecho por su buen rendimiento.
Dado su carácter campechano, trato noble y buen corazón, estimó mucho este pequeño detalle, reforzando la amistad que siempre tuvo con mi padre, acaso por la similitud de sus caracteres.
Al no tener hijos, su esposa, para mitigar el impulso maternal, tuvo con ella a varios sobrinos, que cuando crecían un poco, la abandonaban.
Como las campañas de corta de su marido, a veces, se alargaban mucho, abrió una cantina como pasatiempo, con lo que logró que los jóvenes tuviéramos un lugar de reunión en todas las épocas del año.
Siempre demostró no tener ánimo de lucro en el negocio, pues su situación económica era desahogada, y en justa reciprocidad todos los clientes nos mostrábamos generosos para que el local siguiera adelante.
Como prueba de esto puedo contaros, que, cuando los mozos nos reuníamos para poner los ramos la víspera del Corpus u otras celebraciones nocturnas, nos dejaba sobre la mesa las botellas de coñac o anís y se retiraba a descansar.
Cuando veo en la televisión el ansia desmedida de beber por beber de que hace gala la juventud actual, recuerdo gratamente lo bien que lo pasábamos nosotros sin recurrir a excesos y cuando nos retirábamos a casa satisfechos, alguna vez, entonábamos una canción de ronda. Por supuesto nunca olvidábamos dejar sobre la mesa el importe total de las botellas aunque no se hubiesen consumido.
En este ambiente casi familiar recuerdo que los domingos nos preparaba un gran puchero de café cuyo excelente aroma y sabor superaba a los exprés de ahora.
Desinteresado era el comportamiento de su marido, que, cuando regresaba del trabajo, en vez de ayudarla en el negocio, pasaba a ser el primer espada cuando se proyectaba cualquier distracción. Tal era el comportamiento ejemplar de este matrimonio, que dejó huella en el pueblo y al que dedico este relato como pequeño recuerdo.

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