sábado, 23 de enero de 2010

NOCHES DE RAMOS Y EL MAYO


















La costumbre de poner el ramo a las mozas del pueblo en la noche víspera del Corpus era una tradición muy antigua que me tocó vivir en mis años mozos y que al recordarla me admira el coraje espontáneo con que se afrontaban los más difíciles problemas de escalada despreciando el vértigo de las alturas.
En la noche citada nos reuníamos en la cantina todos los mozos y se acordaba dónde cortar las ramas y las escaleras necesarias para subir a los tejados. Normalmente se cortaban en los chopos de la carretera o en el plantío de la villa, que así se llamaba al que era de la Junta Vecinal que tuvieran abundancia y buen color de hojas, para que los arcos que también se hacían en la puerta de la iglesia y en alguna calle, resultaran mas tupidos y decorativos con el verde intenso de sus hojas, que recién cortadas, desprendían un olor pegajoso y picante tan característico de esta planta.















Arreglados los ramos para su mejor manejo, se subían poniendo escaleras de los tejados más bajos a los más altos y se buscaba, no sin mover muchas tejas, algún resquicio en las tablas o mullida del tejado por donde meter el ramo y quedara derecho y bien sujeto en lo más alto de la vivienda.
Como en muchas casas, especialmente en la mía, vivían varias mozas,también los ramos tenían que corresponder a uno por cada, con lo que los tejados no ganaban nada al andar de noche sobre ellos, y aunque se procuraba hacerlo lo mejor posible, algún vecino quisquilloso nos conminaba a que bajáramos del tejado con amenazas que nunca se cumplían.
Verdad es que alguna vez, por el afán de diversión, algún humero que a esas horas tan tardías echara humo, se le tapaba con cualquier cosa y agazapados en el tejado esperábamos a oír las exclamaciones airadas de las cocineras que asfixiados por el humo salían a averiguar la causa,que nosotros habíamos retirado ya.Los mozos que tuvieran algún plan con alguna chica procuraban adornar el ramo con alguna flor o arbusto, y según la clase de ramo tenía una significación especial.



















Si era el más corriente de chopo,“te quiero poco”; si de negrillo,“te quiero y te estimo”; “de álamo, “te aprecio y te amo”.
Junto a estas declaraciones amorosas, no faltaba también algún signo de algún pretendiente despechado que lo expresaba atando al ramo algún pingajo o calavera, que la aludida procuraba quitar lo antes posible.
Como nunca sentí vértigo en la altura me gustaba trepar al árbol más alto, que generalmente era el que mejor se podaba, y alguna vez ayudé a poner el ramo en la veleta de la espadaña, como siempre fue costumbre.
Cuando después de subir por varios tejados cargado con un buen ramo, te asomabas a la pared de la veleta y el aire fresco de la noche te daba en pleno rostro, sentías un emocionante placer al contemplar desde lo alto las casas dormidas del pueblo rodeando la iglesia. El momento más emocionante llegaba cuando tenías que ponerte en pie sobre la pared en declive de la espadaña para sujetar el ramo contra el viento, hasta que el compañero lo sujetaba con cuerdas fuertemente a la alta cruz de hierro que coronaba la espadaña.

Completando la noche de ramos se hacían arcos en alguna calle, que sus vecinos se encargaban de embellecer con flores y se ponía una mesa de altar donde el celebrante en la procesión posaba la custodia, para darla incienso entonando las preces del día del Corpus.












La víspera del día tan señalado, se tenía por costumbre salir al campo a recoger flores silvestres con lo que se adornaban estos arcos y el suelo de la iglesia. El lugar donde mejor crecían estas florecillas de corte bajo, colores muy vivos y exquisito perfume, era en los rellanos de los cárcavos donde se encontraba la tierra más fértil de ellas.
Recuerdo que como eran flores muy sensibles, había que cortarlas con mucho cuidado y hacerlas “manadas” para mejor trasportarlas. Las había de muchos colores y sólo recuerdo el nombre de una que tenía la cabeza como un clavel pequeño de un azul intenso que llamábamos “azuleras”. De lo que yo más me encargaba, por ser más fácil de recoger y llevar, era del rústico y oloroso tomillo, muy abundante y que por su olor penetrante tampoco podía faltar en estas celebraciones.

















Otro olor que no he podido olvidar era el que desprendían los pétalos de rosa silvestre y ramas de “hinojo”, de fuerte olor dulzón y anisado, que el ama del señor cura recogía en la huerta “rectoral” y adornaba el piso de la iglesia.
En aquellos años de mi juventud coincidimos una veintena de muchachos muy voluntariosos y estimulados por el ejemplo de muchos pueblos cercanos que había la costumbre de “ pinar el mayo” intentamos imitarles. El primer año la falta de experiencia nos llevó a no calcular bien el chopo adecuado para poderle pinar luego con relativa facilidad.


Cuando un árbol está pinado aparenta mucho menos que cuando está tirado en el suelo, factor que no tuvimos en cuenta y cuando fuimos a pinarlo nos dimos cuenta de lo mucho que cuesta hacerlo.
Para salir del paso lo mejor posible, no nos quedó otro remedio que cortar el chopo casi por la mitad y nos quedó un mayo muy achaparrado y poco estético por los muchos nudos que lucía desde su mismo arranque.
Al año siguiente lo intentamos con un chopo más pequeño y “latizo”con el que logramos un mayo aceptable aunque no exento de dificultades para pinarle. Esta operación requiere mucha experiencia y medios materiales que nosotros no teníamos y hacerlo casi a brazo con la ayuda de alguna escalera y horquillas resultaba difícil y hasta peligroso.
En otros pueblos que tenían buenas parejas de vacas lo hacían con más facilidad, colocando el mayo encima del carro, lo embocaban en el hoyo y dando para atrás lentamente a la pareja lo pinaban fácilmente.
Por faltarnos estos medios y la dificultad que entrañaba no volvimos a intentarlo quedándonos sólo el recuerdo de haber hecho una cosa que era nueva en el pueblo.

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